XI

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Cada nuevo capítulo de una novela en como un nuevo cuadro de una obra teatral. Así, pues, lector, al subir el telón, imagínate una estancia en una posada de Millcote, con sus paredes empapeladas, como todas las posadas las tienen, con la acostumbrada alfombra, los acostumbrados muebles y los acostumbrados adornos, incluyendo, desde luego, entre ellos un retrato de Jorge III y otro príncipe de Gales. La escena es visible al lector gracias a la luz de una lámpara de aceite colgada del techo y a la  claridad de un excelente fuego junto al cual estoy sentada envuelta en mi manto y tocada con mi sombrero. Mi manguito y mi paraguas están sobre la mesa y yo procuro devolver el calor y la elasticidad a mis miembros entumecidos y embotados por un viaje de dieciséis horas, que son las que median entre las cuatri de la madrugada, en que salí de Lowton, y a las ocho de la noche, que en este momento están  sonando en el reloj del municipio de Millcote.

No imagines, lector, que mi aspecto tranquilo refleja la serenidad de mi ánimo. Al pararse la diligencia, yo esperaba que alguien me aguardase. Miré, pues, afanosa, en torno mío, mientras me apeaba utilizando los peldaños de la escalerita colocada al efecto para mi comodidad, intentando descubrir algo que se pareciese al coche que, sin duda, debía conducirme a Thornfield y oír alguna voz que pronunciase mi nombre. Pero nada semejante se veía ni oía.

Interrogué a un mozo de la posada si alguien había preguntado por la Srta. Eyre y la contestación fue negativa. No tuve más remedio que pedir una habitación, en la que me ha encontrado el lector en espera de los que debían ir a buscarme, mientras toda clase de dudas y temores poblaban mis pensamientos.

Para una joven inexperta es muy extraña la sensación que le produce el encontrarse sola en el mundo, cortada toda conexión con su vida anterior, sin divisar puerto a qué acogerse y no pudiendo, por múltiples razones, volver, caso de no hallarlo, al puesto de partida. El encanto de la aventura embellece tal sensación, un impulso de suficiencia personal la anima, pero el temor contribuye mucho a estropearlo todo. Y el temor era el que predominaba sobre mis restantes sentimientos cuando, pasada media hora, continuaba sola, sin que nadie se presentase a recogerme.

Toqué la campanilla.

-¿Está cerca de aquí un sitio llamado Thornfield? - pregunté al camarero que acudió a la llamada. 

-¿Thornfield?... No lo conozco, señorita. Voy a averiguarlo en el bar. -Desapareció, pero reapareció en seguida. 

-¿Se apellida usted Eyre, señorita? 

-Sí. 

-Abajo la espera una persona.

Le seguí, tomando mi paraguas y mi manguito, y salí. Un hombre estaba en pie y, a la luz de un farol, distinguí un coche de un solo caballo parado junto a la puerta. 

-Ese será su equipaje, ¿no? dijo aquel hombre, con bastante brusquedad. Señalaba mi baúl, que estaba en el pasillo. 

-Sí.

Lo cargó en el vehículo y yo subí a él. Era una especie de carricoche. Inquirí si Thornfield estaba muy lejos. 

-Unas seis millas -repuso.

-¿Tardaremos mucho en llegar? 

-Cosa de hora y media.

Aseguró la portezuela y saltó al pescante. Partimos, íbamos lo bastante despacio para darme tiempo a pensar holgadamente. Estaba satisfecha de llegar al fin de mi viaje. Instalada a mi placer en el cómodo aunque no elegante carruaje, reflexionaba del modo más optimista posible.

«A juzgar por el aspecto del criado y del coche -pensaba yo-, la Sra. Fairfax es una mujer de pocas pretensiones. Tanto mejor: la única vez que he vivido con personas encopetadas fui muy desgraciada. Quizá la señora viva sola con la niña. Si es así, y si la señora es medianamente amable, haré todo lo posible para que nos entendamos bien. Ahora que, a veces, esos buenos propósitos no son correspondidos. En Lowood, sí lo fueron; pero en cambio, mi tía respondía con repulsas agrias a mis buenas intenciones. Esperemos que la Sra. Fairfax no sea como la Sra. Reed: si lo fuera, no seré yo quien pase con ella mucho tiempo.»

Jane EyreWhere stories live. Discover now