8. 𝙴𝚏𝚎𝚌𝚝𝚘 𝚟𝚊𝚌í𝚘.

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La vergüenza y la incomodidad eran primas-hermanas y podías experimentar ambas cosas en situaciones similares, pero también cuando un solo factor cambiaba por completo toda la historia. 

Por ejemplo: Si eras muy tímido y tu novio te besaba, podías sentir vergüenza; pero si te besa delante de su familia —la cual no te soportaba o eran muy tradicionales— sentirías incomodidad. 

Dos ejemplo, un factor y una diferencia.


Así me sentía yo en el mismo instante que Eddy apareció, sobresaltado, hasta mi habitación con los ojos entrecerrados. Tenía el cabello revuelto y los ojos tan cansados que hasta pensó, por un momento, que mi grito lo había imaginado; además de que se había encontrado conmigo de pie, frente a la ventana abierta y sin camisa, dándole la espalda a la puerta.

¡Qué incómodo! 

Sentí vergüenza e incomodidad por partes iguales y juraría que esto me llevaría a un terreno lleno de baches: Vergüenza por haber hecho el ridículo delante de Ulick y despertar a mi padre, e incomodidad por saber que Ethan estaba admirando cómo intentaba desnudar a Ulick, mientras conservaba parte de mi valor para no echarme atrás.

Nuevamente la mala suerte se coló en la fiesta y dejó constancia de que, a ella, no se le escapaba ni una. Afortunadamente Eddy estaba tan adormilado que fue suficiente con decirle que había sido otra pesadilla y que sentía mucho haberle despertado. No se percató del ramo de claveles rojos sobre mi escritorio, así que se limitó a maldecir en español mientras cerraba la puerta tras de sí. 

Yo volví a la cama, sintiendo aún ese dolor en el pecho y en el estómago, soportando olores raros y sintiéndome extraño. 

Acabé durmiéndome, y no supe si era por el cansancio mental o el dolor.


Esa mañana no recibí ningún mensaje de Ulick al móvil y tampoco me sorprendió en la puerta de casa. Mucho menos lo encontré en el aparcamiento. Ni siquiera puede atisbar su coche entre ellos, aunque guardaba esperanzas de encontrarlo en el segundo, el más lejano. Mi esperanza fue vana y decidí aparcar en el lugar casi desértico. 

Las tres horas fueron infernales porque seguí sin verlo por los pasillos, e intenté concentrarme en las materias, las cuales pasaron una a una sin darme tiempo a absorber la información. Eso, sumando a la ausencia de la familia de Noah —al completo— y de Irma, me hicieron llegar a pensar que algo malo había pasado. 

El comedor aquel día me resultó frío y me sentí estudiando en Alaska durante unos instantes. No en Canadá con sus renos, su jarabe de mapple, los dos idiomas del país y la común palidez de las personas que lo habitaban. Era un frío glacial que se instalaba entre mis huesos y mis músculos, abrazándome de una forma que ni los fríos y mortuorios brazos de Noah me habían ofrecido jamás. 

Me sentí hueco. Vacío y avergonzado, pero después la vergüenza dio paso a la incomodidad. Después, sólo vacío.

Mi mente no pudo soportar la metralla de las voces que pululaban a mi alrededor, los aromas que se habían intensificado hasta provocarme náuseas varias veces, los brillos de las bombillas que parecían soles en miniatura, la vegetación que parecía más cantosa, el sonido de los animales a lo lejos que me aturdían en forma de zumbido... La maraña dio paso al caos y con ello un vacío que se entremezclaba con la ansiedad de la ausencia.

Se habían ido. Todos.

 Todos

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