Capítulo I parte 3

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El hijo que tanto esperaban tardaba en llegar, se le aguardaba aun cuando Stephen cumplió siete años, Anna no tuvo tampoco otras hijas, por lo que Stephen continuó siendo la reina indiscutida de la casa. Es sumamente dudoso que un único hijo pueda ser digno de envidia, ya que resulta casi inevitable que se convierta en un ser introvertido; el hecho de carecer de un semejante en quien confiar le induce a hacerlo exclusivamente en sí mismo. Aunque no puede decirse que a los siete años la mente se vea asediada por serios problemas, a esa edad ya empieza a tantear, ya puede hallarse sujeta a pequeños accesos de depresión, ya comienza a luchar por enfrentarse con la vida, la limitada vida de su entorno. A los siete años existen ya amores y odios en miniatura, los cuales, a pesar de su reducida dimensión parecen inmensos y son extremadamente desconcertantes. A veces incluso parece una borrosa sensación de frustración, de la que Stephen era intensamente consiente aun cuando no fuese capaz de hallar palabras con que expresarla. Para afrontarla, sin embargo, cedía en ocasiones a repentinos arrebatos de mal genio, excitándose por nimiedades cotidianas que habitualmente la dejaban indiferente, patalear y luego estallar en llanto al menor signo de oposición a sus deseos la desahogaba. Pasados tales estallidos, se sentía mucho más alegre y hasta casi le parecía fácil mostrarse dócil y obedecer. En cierto modo, aunque de manera imprecisa e infantil, tal actitud era como devolverle el golpe a la vida y ello restauraba su respeto hacia sí misma.

En tales ocasiones, Anna solía llamar a su turbulento vástago y le decía:

-Stephen, cariño, mamá no está enfadada. Dile a mamá porqué te pones de tan mal humor. Si me lo dices, te prometo que te trataré de comprenderte...

Pero a pesar de la dulzura de su voz, sus ojos se mostraban fríos y su mano, cuando acariciaba, era insegura, apática. La mano tenía que hacer un esfuerzo para acariciar y Stephen era consciente de ese esfuerzo. Luego, al levantar la vista hacia el rostro sereno y bello de su madre, Stephen se sentía invadida por una repentina contrición, una brusca e intensa conciencia de sus propias deficiencias, y aunque lo que más ansiaba era poder decirle todo eso a su madre, permanecía muda, sin pronunciar palabra. Pues ambas eran una con otra extrañamente tímidas, con una timidez que entre madre e hija resultaba casi grotesca. Anna experimentaba esa sensación y Stephen, a pesar de su corta edad, la percibía en su madre; por ello se mantenían a distancia, cuando lo normal hubiera sido que se acercasen.

Dotada de un profundo sentido estético, Stephen anhelaba, aunque confusamente, hallar expresión para un sentimiento, equivalente casi a la veneración, que despertaba en ella el rostro de su madre. Pero Anna, que contemplaba muy seria a su hija, fijándose en su abundante cabellera caoba, en los valerosos ojos castaños que tan parecidos eran el porte y los gestos de la niña, se sentía invadida por un súbito antagonismo que mucho se asemejaba a la cólera.

Y por la noche se despertaba y reflexionaba sobre esta sensación castigándose por ella en un acceso de arrepentimiento, acusándose de dureza de espíritu, de ser una madre antinatural. Y a veces, recordando la patética mudez de Stephen, derramaba lentas y tristes lágrimas. Y entonces pensaba: «Tendría que sentirme orgullosa del parecido, contenta y feliz.» E instantemente volvía a invadirla aquel extraño antagonismo que casi equivalía a la cólera.

Anna tenía a veces la impresión de estar volviéndose loca, porque aquella semejanza con su esposo le parecía un ultraje, como si la pobre Stephen, en la inocencia de sus siete años, fuese de cierto modo una caricatura de Sir Philip, una reproducción defectuosa, indigna y mutilada, lo cual no impedía que paralelamente tuviese que reconocer que la criatura era hermosa. Pero había ocasiones en que la suavidad de la carne de la niña casi la repugnaba, ocasiones en las que detestaba la forma que Stephen tenía de moverse o estar quieta, ocasiones en que odiaba la desmesura de su constitución, la falta de elegancia y la cruda torpeza de sus movimientos, y aquella imprecisa e inconsciente actitud de desafío. Y entonces la memoria de la madre retrocedía a la época en que esa criatura se aferraba a su pecho obligándola a amarla en razón de su absoluta indefensión, y a la luz de ese recuerdo sus ojos volvían a llenarse de lágrimas, pues pertenecía a un linaje de mujeres entregadas por completo a la maternidad. Y recordaba que aquella sensación se había introducido en su interior como un enemigo amparado en las sombras, a través de un de un proceso lento, furtivo, ponzoñoso, cuyo desarrollo había sido paralelo al crecimiento Stephen, pues en cierto modo formaba parte de la niña.

Y dando vueltas inquietas en el lecho, Anna Gordon rezaba pidiendo luz y guía, rezaba para que su esposo no sospechase jamás los sentimiento que albergaba hacia su hija. Sir Philip conocía todo cuanto Anna era o había sido; para él, su esposa no guardaba más secretos que esta antinatural y monstruosa injusticia que no lograba vencer ni con los más denodados esfuerzos de su voluntad, Y sir Philip no sólo amaba a Stephen, la idolatraba, como si adivinase por instinto que a su hija secretamente se la defraudaba, que sus hombros soportaban una carga inmerecida. Nunca hablaba con su esposa de estas cosas, pero cuando Anna veía juntos a padre e hija, casa día estaba más segura de que el amor de su marido hacia Stephen contenía un poderoso elemento análogo a la compasión. 



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