Capítulo III parte 2

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En las semanas que siguieron a la partida de Collins, Anna procuró mostrarse cariñosa con Stephen, para lo cual prolongó los ratos que acostumbraba a pasar con ella y trató de complacerla con mayor diligencia. Y así madre e hija salían juntas a pasear por el jardín o caminaban por las praderas, lugares estos últimos que siempre evocaban en Anna el recuerdo del hijo tan deseado, por lo mucho que en sueños había jugado allí con él.

En esos momentos, al bajar la mirada para contemplar a Stephen, una infinita tristeza teñida de desilusión nublaba los ojos de Anna, y entonces la niña, que advertía al instante aquella congoja, oprimía la mano de su madre con sus dedos chiquitos y llena de preocupación anhelaba preguntarle qué la afligía, aunque nunca lo hizo porque la timidez se lo impedía.

Era extraño lo mucho que ambas embelesaba el perfumado olor de las praderas, la fragancia acre de las margaritas, el aroma de los ranúnculos, levemente verde como el de la hierba, el efluvio dulzón que brotaba de la filipéndula bajo los setos; era tan penetrante que a veces se veía obligada a tirar a su madre de la manga porque no podía soportar aquel perfume.

Un día había exclamado:

-¡Párate, mamá! ¡Quédate quieta o lo vas a estropear! ¡Está a nuestro alrededor y es un olor blanco que me recuerda a ti!

Y luego se sonrojó y levantó la vista asustada, temiendo que Anna se echase a reír de ella. Pero su madre la había mirado un modo raro, muy seria, desconcertada ante aquella criatura tan contradictoria que en según qué momentos era la viva imagen de la dureza y en otros era capaz de una dulzura rayana en la más asombrosa ternura. A Anna, al igual que a su hija, la había emocionado el efluvio dulzón de la hierba que crecía al amparo del seto, pues en eso la madre e hija eran idénticas; por las venas de ambas corría esa cálida sangre céltica susceptible de advertir tales detalles. Y de haberlo adivinado, esas sencillas emociones hubieran podido establecer entre ambas un vínculo indisoluble.

Un gran anhelo de amar se apoderó repentinamente de Anna Gordon en aquella soleada pradera; mejor dicho, se apoderó madre e hija, salvando el abismo que separa a la madurez de la infancia. En aquella pradera inundada de sol, se miraron como pidiéndose algo, como buscando ambas algo que solamente la otra podía dar, Pero pasó aquel momento y reanudaron el paseo en silencio, sin haberse acercado.

El Pozo De La SoledadWhere stories live. Discover now