Capítulo IV parte 1

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Por fortuna, las penas de la infancia pasan pronto, pues el dolor sólo arraiga cuando ya la madurez ha ablandado el terreno del espíritu. El disgusto que sufrió Stephen a causa de Collins, a pesar de su violencia, o tal vez debido a ella, se fue amortiguando al igual que una tormenta de verano y en otoño se hallaba prácticamente extinguido. En navidad, la escasas rachas que todavía provocaba eran ya muy débiles eran y no suscitaban mayor turbación que una desdibujada melancolía; en Navidad, evocar el encanto de Collins requería un gran esfuerzo.

Stephen se sentía perpleja y bastante intranquila. Haber amado tanto y olvidar tan aprisa le parecía tan infantil y denigrante como llorar por haberse hecho un corte en un dedo. Como en todas las ocasiones serias de su vida, acudió al Señor recordando Su amor hacia los pecadores.

-Enséñame a amar a Collins a Tu modo -oraba Stephen, empeñándose con todas sus fuerzas en derramar alguna lágrima-. Enséñame a amarla porque es mezquina y dura de corazón y además no quiere arrepentirse.

Pero ni las lágrimas brotaban ni la plegaria era lo que había sido. Le faltaba algo; ahora al rezar ya no sudaba.

Sobrevino luego un acontecimiento dramático: la imagen de la doncella se borraba, y por más que lo intentase Stephen no lograba recordar ciertas expresiones fugaces que antaño la habían fascinado. Ya no veía el rostro de Collins con claridad, ni siquiera sugestionándose cuando se hallaba a solas y en la oscuridad. Francamente disgustada, empezó a buscarla en los libros, en sus libros de cuentos, que hasta entonces no habían gozado en exceso de su favor, sobre todo en los que mencionaban conjuros, encantamientos y otros procedimientos ilícitos. Y hasta solicitó a la asombrada señora Bingham que le leyese un pasaje de la Biblia:

-Si, ya sabes cuál es, ese que leyeron en la iglesia el domingo pasado, ese que habla de una bruja llamada Edna, o algo así, una que hace aparecer a un hombre porque el rey no se acordaba de cómo era la cara de ese individuo.

Pero si las plegarias de Stephen habían fracasado, sus encantamientos tampoco dieron resultado; más aún, actuaron como cuando se pronuncia a la inversa, poniendo ante los ojos de la niña no a la persona deseada si no a otra criatura enteramente distinta. En efecto, Collins se hallaba amenazada por un peligrosísimo rival recientemente aparecido en los establos, un rival en lugar de gozar de una auténtica  bursitis poseía cuatro hermosas patas pardas, de modo que aventajaba a su adversaria en dos patas y una cola, lo cual respecto de Collins, era obviamente injusto. Aquella Navidad, al cumplir Stephen ocho años, sir Philip le había regalado un poni, un fornido un fornido caballito que la niña aprendía a montar, mejor dicho, ya sabía montar, pues poseía verdaderas dotes para el deporte y no sabía lo que era el miedo. El regalo había suscitado una acalorada discusión con Anna, porque Stephen, empeñada a montar a horcajadas, no quiso dar su brazo a torcer y cada vez que la obligaban a montar a la amazona, se caía; a la legua se notaba que lo hacía a propósito, pero, así y todo, la ficción bastó para doblegar a Anna.

Y naturalmente Stephen pasaba largas horas en los establos; vestida con pantalones de pana, paseaba con jactancia por el patio codeándose con Williams, el viejo mozo de cuadra, que sentía verdadera debilidad por la niña.   

-¡Anda, caballo, anda! -exclamaba imitando el tono de voz de Williams, o bien, fingiendo unos conocimientos que estaba muy lejos de poseer, comentaba-: ¿No tiene ese corvejón un poco hinchado?. ¿Y si lo vendásemos? 

Y Williams se frotaba la hirsuta barbilla, contemporizando con sensatez y sin llegar a pronunciarse.

Al poco tiempo, Stephen adoraba el olor de los establos; resultaba mucho más cautivador que el perfume de Collins, el que usaba en la tarde que se arreglaba para salir, que tan exquisito le pareciera. ¿Y qué decir del poni? Era un animal tan fuerte, tan cariñoso, con aquellos ojazos dulces y pacíficos, aquel brío inagotable... mucho más digno de amor que Collins, que tan mal la había tratado por culpa del lacayo. Y, sin embargo, sin embargo, algo le debía a Collins por el hecho de haberla amado, aunque ahora no pudiese ya seguir amándola. Qué inquietantes eran todas estas reflexiones cuando lo único que quería hacer era disfrutar de su caballo. Y Stephen se quedaba quieta, frotándose la barbilla exactamente igual que Williams, y aunque su gesto no produjese el rasposo sonido del mozo, el mero hecho de hacerlo la sosegaba. Una mañana tuvo una brillante inspiración.

-¡Anda, caballo, acércate a mi lado! -le ordenó al tiempo que le propinaba unas palmaditas en las ancas-. Te voy a decir al oído una cosa muy importante. - Y apoyando la mejilla en el recio cuello del animal, murmuró-: Tú ya no eres tú. De ahora en adelante serás Collins.

Y así Collins sufrió una cómoda transmigración. fue el último esfuerzo de Stephen por recordar. 

El Pozo De La SoledadWhere stories live. Discover now