Capítulo III parte 4

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Anna y Stephen se quitaban los abrigos y se dirigían al estudio en busca de sir Philip, quien generalmente las esperaba en aquella habitación.

-¡Hola, Stephen! -la saludaba él con su voz grave y agradable pero con los ojos fijos en su esposa.

La mirada de Stephen seguía invariablemente a la de su padre. De ese modo también ella acababa mirando a Anna , la serenidad de cuya belleza le causaba tal asombro que a veces hasta se veía obligada a contener el aliento. A la belleza de su madre nunca se acostumbraba; cada vez que la veía, se sorprendía de su plenitud; era una de aquellas cosas extrañamente insoportables, como la fragancia de la filipéndula  bajo los setos.

-¿Qué te ocurre, Stephen?  -exclamaba Anna-. ¡por  el amor de Dios, hija, deja de mirarme! 

Y llena de vergüenza y confusión, Stephen se sonrojaba por que Anna la había atrapado mirándola. Entonces su padre acudía en su ayuda.

-Mira, Stephen, éste es el nuevo libro de caza que acaban de enviarme  -O bien-: He visto un grabado de Nelson realmente precioso. Si te portas bien, lo encargué mañana para ti.

Pero a los pocos instantes, dejando de lado a Stephen, él y Anna empezaban a charlar, a bromear entre ellos, a inventar como dos  criaturas absurdos juegos privados en los que no siempre incluían a su hija. Y Stephen permanecía en su asiento, observándoles en silencio, presa su corazón de unas muy extrañas emociones, emociones que una criatura de siete años no era capaz de afrontar y para las cuales no hallaban nombre apropiado. Lo único que sabía era ver a sus padres juntos y de ese humor le hacía anhelar con gran intensidad algo muy concreto y que sin embargo no lograba definir, algo que la hiciese tan feliz como eran ellos. Y ese algo se hallaba siempre vinculado a Morton, a unas estancias suntuosas y solemnes como el estudio de su padre, a unos ventanales que dejaban entrar el sol estudio de su padre, a unos ventanales que dejaban entrar el sol a raudales y a los múltiples perfumes de un espacioso jardín. Y la mente de la niña buscaba a tientas una razón, una razón que no hallaba, exceptuando a Collins, claro. Pero por más que se empeñase, Collins no encajaba en esas visiones; hasta el acendrado amor que le profesaba se veía obligado a reconocer que Collins no pertenecía a esas imágenes, de igual modo que escobas, cubos y bayetas se hallaban fuera de lugar en el majestuoso estudio de su padre.

Y generalmente llegaba al cuarto de jugar de mal humor, porque sentía el corazón vacío y lloroso o bien porque al mirarse al espejo decidía que detestaba su abundante cabellera. Y tras agarrar una tostada con mantequilla, volcaba adrede la jarra de la leche , hacía añicos una taza nueva o se manchaba la pechera del vestido sobándola con los dedos untados, con el consiguiente furor de la señora Bingham. En esos momento, si despegaba los labios era proferir una sarta de amenazas: 

-¡Un día me cortaré el pelo al cero, ya lo verás! -O bien-: ¡Este vestido blanco es horrible! ¡Lo voy a quemar! ¡Vestida así parezco estúpida!

Y una vez lanzada, sacaba a relucir viejos agravios, remontándose a la época en que se disfrazaba de Nelson, y empezaba a quejarse a voz en grito de que ser una niña lo estropeaba todo, hasta el placer de encarnar a Nelson. Y pasaba el resto de la tarde refunfuñando, porque cuando uno se siente desdichado, refunfuña; al menos eso hace cuando tiene uno siete años; después, con la edad, uno aprende que no sirve de gran cosa.

Por fin llegaba la hora del baño, momento en que Stephen, aún refunfuñando, tenía que doblegarse ante la autoridad de la señora Bingham y someterse a los cuidados de sus ásperos dedos, cosa que hacía sin dejar de menearse, como un perro en manos de un esquilador. Y para fastidiar, hacía ver que tiritaba, con aquel cuerpo pequeño y fuerte, de caderas estrechas, hombros anchos y ancas musculosas y esbeltas, como las de un lebrel pero todavía más nerviosas.

-Dios no utiliza jabón -decía repentinamente.

La señora Bingham esbozaba a pesar suyo una sonrisa en la que no sobraba cariño.

-Será porque no tiene que bañarla a usted, señorita Stephen. Ya le aseguro yo que si tuviese que lavarla, necesitaría una tonelada de jabón.

Concluido el aseo y abrigada Stephen con el camisón, se producía un intervalo, conocido con el nombre de «esperando a mamá», que de retrasarse Anna por cualquier motivo, podía prolongarse unos veinte minutos o incluso media hora, esto último siempre y cuando la suerte acompañase a Stephen y el reloj del cuarto de jugar no se mostrase excesivamente puntilloso y exacto.

-Venga aquí a rezar sus oraciones - le ordenaba la señora Bingham- y más vale que le pida al Señor que la perdone. ¡Mire que una señorita como usted decir esas cosas! ¡Herejías las llamo yo! ¡Protestar porque no puede ser un chico! ¡Santo Dios!

Y Stephen se arrodillaba junto a la cama y empezaba a rezar con unos gritos que denotaban rabia.

-¡No tan fuerte, señorita Stephen! -protestaba la niñera-. Rece con más tranquilidad y no le grite a Nuestro señor, por que se va a enfadar.

Pero Stephen, haciendo caso omiso, continuaba gritándole al Señor, manifestando bien a las claras su desafío.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora