Capítulo III parte 3

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A veces Anna llevaba a Stephen a Great Malvern; iban de compras y a comer al hotel Abbey, donde servían un almuerzo compuesto de fiambres y un sabroso arroz con leche. Stephen detestaba estas excusiones, que la obligaban a vestirse con sus mejores galas, pero las soportaba por el honor que significaba ella acompañar a su madre por las calles, sobre todo por Church Street, que era la calle principal, en la cual se hallaban todos los comercios y en cuya larga y empinada cuesta se encontraba uno a todo el mundo. Al pasar la señora de Morton, se alzaban los sombreros con manifiesto respeto y otras manos más humildes rozaban sus gorras; las mujeres se inclinaban a su paso y algunas, pocas, hasta le hacían una reverencia; eran mujeres del campo, tocadas con cofias moteadas, de estampado menudo como el plumaje de sus gallinas, que enmarcaban unas caras risueñas, curtidas y arrugadas, parecida a las manzanas al horno. Y entonces Anna se detenía a preguntar por los niños, los terneros y los potros, por todos los retoños que se crían en las granjas, y lo hacía con voz dulce, porque amaba a esas jóvenes criaturas.

Stephen permanecía algo detrás de su madre, pensando en lo elegante y bonita que era, comparando sus hombros esbeltos y graciosos con la espalda encorvada por el trabajo de la anciana señora Bennett o la fea joroba de la señora Thompson. que era joven, tosía al hablar y luego pedía disculpas, como si fuera consciente de que ante una diosa como Anna no se tose.

Y entonces Anna miraba a su alrededor y exclamaba:

-¡Ah, ahí estás, cariño! Hemos de ir a Jackson's a cambiar los libros de mamá -o bien-: La niñera me ha pedido que compre tazas de té de repuesto. Vamos a ver si las tienen en Langley's.

Y Stephen se erguía, prestando mucha atención, sobre todo si era cuestión de cruzar la calle. Miraba a la derecha y a la izquierda, por temor a un tráfico imaginario, y tomaba a Anna del brazo.

-Crucemos, mamá -le ordenaba-, y ten cuidado con los charcos; podrías mojarte los pies. No tengas miedo; apóyate en mí. Anna notaba en el codo la manita de la niña y pensaba que los dedos eran asombrosamente fuertes; los notaba fuerte y eficientes como los de sir Philip, y ello siempre le producía una imprecisa irritación, a pesar de lo cual sonreía a su hija y dejaba que la guiase por entre los charcos mientras le decía, procurando que su voz no traicionase su desagrado:

-Gracias, hija. Eres fuerte como un león.

Era curioso lo protectora y atenta que se mostraba Stephen cuando su madre y ella salían solas. Ni aquella predominante timidez de la niña le impedía mostrarse protectora con su madre ni los escrúpulos de Anna la salvaban de la protección de su hija. La madre no tenía más remedio que someterse a unas atenciones que aunque cariñosas eran escasamente espontáneas y extremadamente tenaces. ¿Y era eso amor? Anna lo dudaba. No era, de ello estaba segura, la confiada veneración que Stephen siempre había sentido hacia su padre; más bien le parecía una especie de instintiva admiración unida a una inmensa y paciente amabilidad.

 «Si hablase conmigo como habla con Philip, quizá llegase a comprenderla -reflexionaba Anna-. No saber lo que siente o lo que piensa es inaudito. Es horrible sospechar que siempre oculta alguna cosa.»

El trayecto en el coche de caballos solía realizarse casi siempre en silencio. Stephen pensaba que su tarea había concluido, que su madre ya no la necesitaba ahora que el cochero estaba a cargo de las dos, el cochero y las dos jacas tordas que a pesar de su estampa eran mansas como corderos. En cuanto a Anna, emitía un suspiro y se sentaba apoyada en un rincón, cansada de intentar entablar conversación sin éxito, preguntándose si es que Stephen estaba fatigada, simplemente de mal humor o si es que era corta de inteligencia. ¿Tenia quizá que sentir lástima por su hija? Nunca conseguía dar respuesta concreta a estas preguntas.

Mecida por la cálida comodidad el carruaje, Stephen entretanto se entregaba a esas meditaciones caleidoscópicas, propias del acabar de un día, que alguna vez sobrevienen a los niños. La joroba de la señora Thompson parecía un arco, pero no un arco iris sino un arco de los de disparar; si se le anudaba una cuerda muy tensa a los pies y a la cabeza, ¿se podría disparar una flecha con la señora Thompson?... Perros de loza, en Langley's tenían una serie de perros de loza preciosos, le recordaban a alguien... A Collins, claro; a Collins y una casita donde había una pareja de perros de loza roja. Pero en Collins no había que pensar... Qué bonita aquella luz sesgada sobre la que destacaba la silueta de las colinas, qué bonito resplandor dorado, tan bonito que casi daba ganas de llorar... Mira que el arroz con leche es malo, casi tanto como la tapioca, aunque no, es menos gelatinoso; la tapioca no hay forma de masticarla, es casi tan asquerosa como morderse las encías sin querer... Qué bien huelen los caminos, huelen a tierra mojada, como si los hubiesen lavado. En cambio, cuando la niñera lava, las cosas huelen a jabón; claro que Dios lava las cosas sin jabón. Seguramente, por ser Dios, ¿se lavará las manos sin jabón?... Mamá en Church Street, preguntando por los niños y los terneros; estaba preciosa como la virgen María de la vidriera, la que tiene en brazos al Niño Jesús... Hay que reconocer que Church Street es un sitio la mar de animado; qué suerte tienen los hombres de poder saludar quitándose el sombrero en lugar de simplemente sonreír. Un bombín es mucho más gracioso que una pamela de rafia; además, las señoras para saludar no se quitan la pamela...

El carruaje rodaba con suavidad por el camino blanco, bordeado de setos tupidos, salpicados aquí y allá de rosas silvestres; piaban los mirlos y los tordos con tan estridentes gorjeos que Stephen los oía destacando sobre el paso tranquilo de las jacas y el sosegado avanzar de la berlina. Entonces miraba de soslayo a Anna, sabiendo que a su madre le agradaba el canto de los mirlos y los tordos, pero el rostro de Anna permanecía oculto entre las sombras; sólo advertía sus manos, que reposaban plácidas sobre la falda.

Pero ya los caballos, intuyendo la proximidad de los establos, apretaban el paso y cruzaban alegres las verjas de hierro del parque de Morton, aquellas antiguas verjas símbolo fiel del hogar. Atrás quedaban los majestuosos árboles de la entrada, atrás los prados donde los cisne criaban a sus polluelos; luego venían las estribaciones del jardín y por último, ya cerca de la casa, la amplia curva del sendero que conducía a la imponente fachada con su magnífica entrada.

La niña era demasiado joven para saber por qué la belleza de Morton, envuelta en el resplandor dorado de un ocaso en el que ya se insinuaban las sombras del crepúsculo, le formaba un nudo en la garganta. Sólo sabía que tenía deseos de llorar, de protestar por medio de las lágrimas ante una acumulación insoportable. Pero no lloraba; parpadeaba con fuerza y apretaba los labio, rebosante de dicha y de desdicha. Qué extraño sentimiento, extraño y excesivo para Stephen, que se sentía pequeña en lo tocante del espíritu. Porque el espíritu de Morton formaba ya entonces parte de la niña y siempre permanecería fuertemente arraigado en su interior, sin que hicieran mella en él los años venideros con los feos acontecimientos de la vida. En  esos años que aún estaban por venir, evocarían dicho espíritu ciertos olores concretos: el de los juncos que crecen en los remansos del agua; el de las vacas benévolo y lechoso; el delicado aroma de los pétalos de rosa que mezclado con la fragancia del iris de Florencia, las violetas y una leve insinuación de cera de abejas caracterizaban a las habitaciones de Anna. Y a consecuencia de ellos, la porción de Stephen que seguía formando parte de Morton conocería lo que es la soledad, la soledad absoluta de un alma que privada de cualquier afecto vaga errante por entre las esferas.



El Pozo De La SoledadWhere stories live. Discover now