𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 𝐼𝐼 - 𝑊𝑒 𝑤𝑎𝑡𝑐𝘩𝑒𝑑 𝑜𝑢𝑟 𝑙𝑖𝑣𝑒𝑠 𝑜𝑛 𝑡𝘩𝑒 𝑠𝑐𝑟𝑒𝑒𝑛.

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"𝖫𝖺 𝗆𝗎𝖾𝗋𝗍𝖾 𝖾𝗌 𝖾𝗅 𝗎́𝗅𝗍𝗂𝗆𝗈 𝗏𝗂𝖺𝗃𝖾, 𝖾𝗅 𝗆𝖺́𝗌 𝗅𝖺𝗋𝗀𝗈 𝗒 𝖾𝗅 𝗆𝖾𝗃𝗈𝗋".  –𝖳𝗈𝗆 𝖶𝗈𝗅𝖿𝖾.




Al otro extremo de la ciudad, aún oculto en la prisión de su caravana, un ex agente federal de melena rubia se encontraba tumbado sobre su sofá, engullendo lo primero que pilló hace días en el 24/7 más cercano a su remota residencia.

Gustabo se dejaba embelesar por Morfeo entre cada parpadeo y probablemente se habría rendido a él de no ser por que el programa que veía fue interrumpido por una alerta policial que anunciaba un toque de queda para toda la ciudad.

Indiferente a cualquier tema que tuviera relación con la policía, estuvo a punto de apagar el televisor e intentar conciliar el sueño nuevamente; de igual forma lo que pasara o dejara de pasar en esa ciudad ya no era problema suyo, sin embargo la noticia de último momento transmitida en vivo por The Weazel le desperezó completamente.

Un atentado terrorista había tomado lugar durante la presentación de candidatos a la alcaldía de la ciudad, evento en el que su hermano estaba presente.

Sus gélidos orbes celestes se abrieron de golpe cuando imágenes de la explosión desfilaron una tras otra en la pantalla.

No era posible. No, lo que veía no podía ser cierto.

Minutos antes de que lo venciera el sueño, había visto a Horacio detrás de los candidatos e incluso, por el leve movimiento de sus hombros, asumió que el cabrón se estaba riendo a causa de algún comentario fuera de lugar dicho por él mismo. Para alguien ajeno a su relación, tan imperceptible ademán hubiese pasado desapercibido, pero no para alguien que lo conocía de toda la vida.

Entonces, ¿cómo es que un aburrido desfile de discursos pasó a convertirse en un campo de batalla repleto de cenizas?

Sea cual sea la razón detrás de aquel teatro, conseguiría la respuesta por sus propios medios.

Con el corazón en la garganta, abandonó su asiento de golpe, tomó la primer chaqueta que encontró en su camino y resguardó su empolvada placa dentro de esta ya que seguramente la necesitaría para ingresar al centro de la ciudad.

Gustabo ni siquiera se molestó en cerrar apropiadamente la caravana, ya que en lo único que podía pensar era en su hermano.

El miedo por perder a la única familia que le quedaba se hizo con él, obligándolo correr hacia la carretera y valerse de su placa para tomar cualquier vehículo que hiciera su trabajo y le llevara hasta Horacio lo más rápido posible.



Sentado en la cálida arena de la costa, el anterior jefe de policía disfrutaba de la brisa marina que golpeaba su rostro con gentileza.

Su mirada hace mucho que se había perdido tras el naranja del atardecer que coloreaba el cielo, y el calmo océano frente a él le arrastraba al naufragio de sus recuerdos, tanto los buenos como los malos.

Desde que llegó a las Bahamas hace casi un año, cada día a la misma hora Volkov recorría la orilla de la playa con los pies descalzos y, cuando el brillo del sol estaba a punto de desaparecer tras los confines del agua, tomaba asiento sobre la arena.

Por muy deslumbrante que fuese aquella postal de ensueño, solía pensar que no se comparaba con el par de exóticos bicolores que lograron arrebatarle el aliento en más de una ocasión.

De alguna forma, ver el sol resplandeciendo en una paleta de colores que tintaba todo el paisaje a su alrededor le recordaba siempre a él, pero cuando el atardecer llegaba a su fin y la oscuridad se hacía presente, el horizonte no era lo único que se ensombrecía.

𝐷𝐼𝑆𝐸𝑁𝐶𝐻𝐴𝑁𝑇𝐸𝐷Where stories live. Discover now