𝐶𝐴𝑃𝐼𝑇𝑈𝐿𝑂 𝐼𝐼𝐼 - 𝐼 𝘩𝑎𝑡𝑒 𝑡𝘩𝑒 𝑒𝑛𝑑𝑖𝑛𝑔 𝑚𝑦𝑠𝑒𝑙𝑓.

264 27 4
                                    


"𝖫𝖺 𝗆𝗎𝖾𝗋𝗍𝖾 𝖾𝗌 𝗎𝗇 𝖼𝖺𝗌𝗍𝗂𝗀𝗈 𝗉𝖺𝗋𝖺 𝖺𝗅𝗀𝗎𝗇𝗈𝗌, 𝗉𝖺𝗋𝖺 𝗈𝗍𝗋𝗈𝗌 𝗎𝗇 𝗋𝖾𝗀𝖺𝗅𝗈, 𝗒 𝗉𝖺𝗋𝖺 𝗆𝗎𝖼𝗁𝗈𝗌 𝗎𝗇 𝖿𝖺𝗏𝗈𝗋". 
–𝖲𝖾́𝗇𝖾𝖼𝖺.



La helada corriente de aire que se colaba por la ventana de la habitación fue lo que lo despertó. Perezoso, Gustabo abrió los ojos, mas no se movió de su sitio.

La noche anterior, presa del dolor causado por una herida punzante que jamás sanaría, condujo hacia la solitaria mansión de su hermano en busca de algo suyo a lo que aferrarse y cuando la tormenta celeste en sus ojos perdió algo de fuerza se rindió al sueño dentro de su habitación vacía.

Hoy sería el funeral, por lo tanto debía levantarse pronto y volver a la caravana para escoger algo decente que usar o, en todo caso, hacer una rápida parada en una tienda de ropa, sin embargo no tenía ánimo para ninguna de las dos.

Sin pensárselo demasiado, emprendió camino hasta el gran armario que se imponía al fondo de la estancia y, por supuesto, se sorprendió al ver la monocromática y aburrida paleta que predominaba entre las prendas.

Sabía que Horacio había cambiado desde su ingreso forzado al FBI, pero las contadas ocasiones en las que se vieron, él vestía igual que siempre... actuaba igual que siempre.

Repentinamente a Gustabo se le encogió el corazón cuando de entre todas la prendas sobresalió un blazer blanco con una pañoleta roja que conocía a la perfección. Entonces los recuerdos le golpearon cual tormenta.

¡𝘛𝘪́𝘰, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘷𝘢𝘴 𝘮𝘶𝘺 𝘥𝘦 𝘤𝘩𝘶𝘭𝘰!

𝘗𝘦𝘳𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘷𝘰𝘺 𝘢 𝘪𝘳 𝘥𝘦 𝘤𝘩𝘶𝘭𝘰

𝘏𝘰𝘳𝘢𝘤𝘪𝘰, 𝘱𝘦𝘳𝘰 ¡¿𝘤𝘰́𝘮𝘰 𝘷𝘢𝘴 𝘢 𝘪𝘳 𝘢𝘴𝘪́? ¡𝘘𝘶𝘦 𝘯𝘰𝘴 𝘷𝘢𝘯 𝘢 𝘱𝘦𝘨𝘢𝘳!

No tuvo que pensarlo dos veces. Una vez que el agua caliente de la ducha hizo su trabajo, García se colocó aquella prenda con un entallado pantalón de pinza y camisa, ambos de color negro. Entonces se dirijo al espejo.

En otras circunstancias habría soltado una risotada por el desastre que era su rostro, pero ahora no pudo hacer más que suspirar cansino.

Se le veía pálido, el tono rosado había abandonado sus mejillas hacía mucho tiempo y la oscuridad de su caravana no ayudaba en absoluto. Unos ojos azules que ya no reconocía como suyos le miraban sin vida desde el otro lado del reflejo y, debajo de ellos, marcadas curvas oscuras delataban sus malos hábitos de sueño.

Estaba seguro que su hermano odiaría verlo así e inmediatamente hubiera organizado toda una tarde de tratamientos faciales sólo para él.

Ante tal idea, instintivamente su vista se posó sobre la amplia colección de cremas, tintes, mascarillas y exfoliantes que descansaban sobre la repisa del baño.

Entonces recordó la primera vez que lo acompañó a teñirse el cabello en su cumpleaños número dieciocho y cuando a los quince robó una tienda de belleza con la única intención de conseguir un par de cremas porque a Horacio le abrumaba el ligero acné que comenzaba a aparecer sobre su rostro por el inicio de la adolescencia.

Las pijamadas que solían hacer después del trabajo también invadieron su memoria. Preparaban palomitas, se ponían mascarillas con forma de animales y corrían por todo el salón peleando por el mando del televisor.

Menuda ironía. La noche anterior acudió a ese lugar buscando un refugio, pero cada esquina contenía la esencia de su hermano, se podía leer la historia de ambos escrita en las paredes.

𝐷𝐼𝑆𝐸𝑁𝐶𝐻𝐴𝑁𝑇𝐸𝐷Donde viven las historias. Descúbrelo ahora