Parte uno

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Aquella mañana tras haber cometido con mi rutina de café y  lectura del último libro que elegí, me coloqué frente al ordenador. Como había hecho desde entonces cada día, abrí el navegador. Entré en la página web de las ofertas de trabajo y recé para que hubiera una en la que mi perfil encajara.

«Por favor, por favor, por favor.»  supliqué con los ojos cerrados.

Nada más abrirlos, mi expresión decayó al igual que los dos meses anteriores. Respiré hondo, para luego soltar un pesado suspiro. Nada. De nuevo, no había nada. ¡Era desesperante! Como de costumbre, revisé cualquier otra página o red social, asegurándome de que no hubiera nada nuevo. Una vez más, un intento inútil. Mi situación, otro día más, seguía siendo la misma.

No es que no disfrutara de este tiempo libre. Me encantaba. Era genial tenerlo, dedicarlo a escribir y plasmar todas aquellas ideas que deseaba convertir algún día en obras, pero echaba extrañamente de menos trabajar. Quién lo diría.

Habiendo pasado la mañana intentando avanzar en mis proyectos, decidí ducharme. Ya era hora. El calor por las noches ya no dejaba a uno descansar sin levantarse empapado en sudor. «Debería hacer ejercicio.» pensé una vez más mientras me dirigía al baño. «Hoy no.» me convenció automáticamente mi mente, aunque tampoco traté de cuestionarla.

Una refrescante ducha más tarde, algo extraño en mí hizo que me vistiera para salir. Quizá debido al espléndido día de verano que hacía. Era la mayor fanática del verano que pudiera existir. Sé que el tema causa mucha controversia, que existen dos mundos divididos. El del frío y el calor. Yo no lograba comprender a todos esos apasionados del invierno y el frío. Evidentemente, un día fresco y húmedo de otoño era otro rollo, pero el frío y yo no nos llevábamos nada bien. Sobre todo el viento.

Ni siquiera tenía un destino. Tan sólo me apeteció salir, dar una vuelta. Por supuesto, siempre con algún currículum bajo el brazo. ¡Nunca se sabe! Habiéndome dado un repaso frente al espejo del recibidor, tomé las llaves y las deslicé en mi bolsillo trasero del pantalón. Me coloqué los auriculares, puse mi canción del momento y salí por la puerta.

Nada más bajar a la calle, el brillante sol entrecerró mis ojos levemente, así como una ligera sonrisa se esparció por mi rostro. Mi mirada analizó una vez más la calle. No vivía precisamente en una zona tranquila. Aquella calle, la mía, era bastante transitada durante el día. ¿Lo bueno? Lo tenía todo a mano, además de haber una plaza al principio de la calle. Aquello era el centro del vecindario. No sucedía gran cosa a menudo, algo que agradecía. Tranquilidad a pesar de aquella multitud de coches, motos, camiones e incluso autobuses que cruzaban la calle a lo largo del día. No había dramas entre los vecinos y nadie parecía estar descontento.

Mis pies anduvieron sin rumbo alguno, listos para recorrer las calles de la ciudad totalmente sumida en la música. Si había algo que me gustaba era salir con mis auriculares y escuchar canciones. Por supuesto, siempre con cuidado. Con lo torpe que podía ser algunas veces, debía ponerle un poco de atención extra a mi alrededor. Algo que no me importaba. Siempre había sido una observadora nata. Lo sé, suena acosador, pero no tiene nada que ver. A observar me refiero a que siempre me gusta conocer lo que sucede a mi alrededor, cómo la gente actúa, se mueve. Es curioso e incluso adictivo. ¿Sabes que puedes conocer mucho de una persona tan sólo por eso? Analizándolo y observando sus gestos, la forma de hablar e incluso a veces hasta por su atuendo.

¿Que si soy rara? No tenéis ni idea de cuánto. Todos somos un poco extraños al fin y al cabo. Eso es lo que nos hace especiales.

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Las tres de la tarde y regresaba a casa. Tras pasar la mañana fuera, habiendo dejado algún que otro currículum, había vuelto a casa. Me sentía mejor. A veces el simple hecho de salir a dar una vuelta, despejar la mente, era reparador. Mi querido y fiel compañero había despertado, viniendo a recibirme. Qué envidia, quién fuera gato. Me agaché para luego atraparlo entre mis brazos. Dejé besos en su cabeza mientras él maullaba, reclamando seguramente aquello a lo que era tan adicto: la comida.

¿Cómo puede comer tanto un animal tan pequeño? Y, lo más importante: ¿Cómo era tan listo y sabía que le había traído su lata favorita? Este gato era todo un enigma.

Avanzando hacia la cocina juntos, seguí dándole mimos. Nuestra relación era muy especial. No, no en ese aspecto. Él nunca era cariñoso cuando yo lo era y viceversa. Aún así, siempre encontrábamos ese momento en el que coincidíamos. Además, no era un gato cualquiera. Tenía demasiadas actitudes comunes en perros y llamarlo travieso era quedarse corto. Nunca te aburrías con él en casa.

Maullaba sin parar.

—Que sí, ya voy —rodé los ojos.

Como siempre, impaciente. Mientras él se alzaba, intentando alcanzar la comida con sus peludas patas, yo la preparé en su bol. Entre más maullidos, acabé y recoloqué su plato, al instante él empezando a devorarla. Ahogué una risa. Quizá no era una persona, pero sin duda era mi favorito en el mundo. Mi gato, mi fiel compañero.

Siguiendo una vez más mi ya aburrida rutina, me preparé algo rápido para comer. Era tarde y tampoco estaba muy hambrienta. Lo malo de no trabajar es que tu horarios se rompen por completo. No comes a una hora exacta, no te vas a la cama como siempre deberías y todo es muy espontáneo. Algo sencillo y listo. Mientras comía, reproduje la serie que había empezado aquél fin de semana. Entre capítulo y capítulo todo se tornó oscuridad.

¡Me había quedado dormida! Parpadeé varias veces intentando despertar. Al mirar el reloj, se abrieron por completo al ver la hora. ¡Madre mía! «Alguien tiene que empezar a controlarse con las siestas.» Ya eran las ocho de la tarde, ¿Cómo puede dormir tanto una persona? Luego no lograba descansar hasta las tres de la mañana y entraba en ese bucle. Ese del que tanto te cuesta salir luego cuando empiezas a hacer vida nocturna. « Mañana lo arreglo. » Me dije para mis adentros, decidiendo que empezaría la terapia de no-siesta para recuperar mi horario del sueño. Algo que, siendo sinceros, no hacía al día siguiente.

Habiendo acabado el día, me vi sentada en el sofá una vez más. Tan sólo la tenue luz de la lámpara del salón lo iluminaba mientras estaba sumida en mi última lectura. Cuando lograba escapar de esta por un momento, mis ojos se alzaban hasta el reloj, comprobando la hora. Las nueve. Las diez y media. Doce menos cuarto. ¡Casi la una! Detuve entonces mi lectura, decidiendo mentalmente si irme a la cama o no. «Un capítulo más» pensé «Tan sólo uno». Antes de que pudiera cambiar de opinión, mis ojos ya estaban leyendo de nuevo, incapaces de parar.

Entonces, de repente, pareció que una música acompañaba mi lectura. Tan ligera, tan suave; casi inaudible. Era... ¿Música clásica? ¿A piano? No podía ser. A veces creía que escuchaba cosas. Alguna vez nos ha pasado a todos, ¿No? Crees escuchar algo pero no estás al cien por cien seguro. Intenté ignorarlo, pero era persistente. Entonces, me hice la pregunta más obvia: ¿quién en su sano juicio escucha música clásica a estas horas?

Aunque fuera una zona tranquila, cierto es que los vecinos aquí tenían sus peculiaridades. Como todos, supongo. Y mi vecino de arriba no era el más callado o menos ruidoso precisamente. A menudo, podía deducir lo que hacía en su piso gracias al ruido con el que me deleitaba a las horas menos esperadas.

No se detuvo, aunque tampoco me molestó. La música clásica era uno de mis grandes secretos. Me encantaba. Me proporcionaba una sensación que no era capaz de describir. Aquella melodía continuó mientras yo decidí seguir con mi lectura. Sin embargo, una hora más tarde, la música cesó.

Comprobé la hora. ¡Las dos! Entre una batalla mental por quedarme y leer un poco más, a regañadientes conmigo misma me fui a la cama. Mañana sería otro día.

Tras ese pianoWhere stories live. Discover now