Que mala costumbre la que tenemos de ir por ahí: juzgando y subestimando.
A veces, el más débil es quien tiene más valor.
De vez en cuando, el demonio resulta ser un ángel.
Aibyleen Whittemore, modelo, empresaria y cosmetóloga.
Una rubia despampanan...
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Estaba nerviosa, las manos me sudaban y temblaban, por lo que las pasé por mis jeans una y otra vez, intentando calmarme, y no enterrar las uñas en las palmas de mis manos.
No sé si fue una buena idea decirle a Sebastián que viniera, pero... Jamás, en mis veinticinco años de vida he experimentado lo que es el amor, y, aunque aún no quiera admitirlo en voz alta, sé que estoy comenzando a sentir cosas de él. Y, de alguna manera u otra, esta es una forma de decírselo indirectamente.
—Oye, Aibyleen —levanto la mirada y me enfoco en Clarisa, mi compañera, una gran amiga—. Ya están todas las chicas.
—Voy en un segundo —ella asiente y sale del pequeño baño, reviso mi teléfono y miro la hora, son casi las dos—. Ya es hora.
Salgo del baño y camino hacia el salón de reuniones, veinte sillas, de ellas, solo ocho están ocupadas, pero Sebastián no ha llegado. Debe estar por llegar, no puedo saberlo, ¿o sí? Varias miradas caen sobre mí, la mayoría son de las chicas que están en el público. El sonido de mis tacones resuena aún más cuando subo las escaleras para llegar al podio, mis uñas acrílicas toquetean el micrófono.
—Hola —sonrío, ninguna de ellas me devuelve el gesto—. Espero se encuentren completamente estables para estar aquí el día de hoy —es estúpido decirles «Que estén bien» Cuando claramente, no lo están—. Es un grupo nuevo el de hoy, por lo que puedo ver —el movimiento de la puerta de entrada llama mi atención, y el hombre que está robándose mi corazón llena mi campo de visión. Sonrío ante su expresión de confusión y le hago un asentimiento a modo de saludo, el cual él corresponde antes de sentarse hasta el fondo—. Hoy quiero comenzar de una manera muy poco usual, ya que siempre inicio con el mismo sermón de siempre, bla, bla, bla. Quiero cambiar eso un poco, así que, iniciaré dando mi testimonio.
>> Primero que nada; mi nombre es Aibyleen Whittemore, tengo veinticinco años y soy una Barbie, básicamente. Amo la moda, la ropa, los brillos, las cosas caras, y todo lo que sea adecuado para verme sensacional —me señalo, sonrío sacudiendo mi cabello—. Algunas pueden conocerme porque he estado en varias pasarelas, ya saben, soy modelo. Soy cosmetóloga y también tengo una línea de maquillaje. Soy una estrellita, técnicamente. Y también sé que muchas deben conocer mi historia, el trastorno que padezco y mi lucha diaria para poder estar aquí.
>> Me considero una persona extrovertida, carismática, y sobre todo, muy arrogante. Me encanta verme al espejo y decirme lo fabulosa que soy, lo hermosa y perfecta que luzco cada día. Incluso, puedo afírmales que, no hay nadie más en el mundo a quien ame más que a mí misma. Si, soy muy explícita en ese aspecto, no se preocupen. Tal vez necesito un poco de terapia o menospreciarme de vez en cuando, pero no, no lo haré, ¡Jamás! Porque lo hice una vez, y no volveré a ello.
>> Mi historia comienza hace diez años atrás, mucho tiempo después de que me diagnosticaran PIT, exactamente cuando tenía quince años, cuando me creía la peor basura del planeta —digo con toda la sinceridad que consigo reunir—. En esos tiempos, estaba en la escuela, mi vida era pésima, horrible si es que no se puede decir horrorosa. Era blanca, pálida, era demasiado delgada, y, lo último, pero no menos importante, sufría de anorexia. —El entrecejo de Sebastián se frunce automáticamente ante mi confesión, y la peor parte comienza—. Estaba obsesionada con mi peso, no podía verme siquiera en el espejo porque parecía que estuviera viendo a una ballena en vez de a mí, cuando la realidad era que pesaba menos que un niño de diez años, ¿en qué mundo estaba bien eso?