Que mala costumbre la que tenemos de ir por ahí: juzgando y subestimando.
A veces, el más débil es quien tiene más valor.
De vez en cuando, el demonio resulta ser un ángel.
Aibyleen Whittemore, modelo, empresaria y cosmetóloga.
Una rubia despampanan...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Luna de miel: Santorini, Grecia.
Aibyleen
No puedo controlar mi risa y por poco exploto, me sujeto del cinturón de seguridad y trato de tranquilizarme, pero no lo consigo.
—¿Puedo saber de qué te ríes? —cuestiona Sebastián en mi oído, su respiración golpea contra mi cuello y me estremezco.
—De ti, y de todo esto que estás haciendo —busco su mano a tientas, entrelazando nuestros dedos—. ¿Era necesario vendarme los ojos?
—Te conozco perfectamente, ¿sabes? —deja una caricia en mis nudillos, muerdo mi labio inferior—. Eres demasiado curiosa, no me iba a arriesgar a qué dedujeras en donde estamos.
—Pero también soy preguntona —levanto mi barbilla hacia la derecha, ya que de allí percibo su voz—. También puedo ser bastante fastidiosa, tú lo has dicho antes. Puedo hacer muchísimas preguntas hasta hostigarte y que termines diciéndome en donde estamos.
—Eso lo sé —asegura—, pero tengo otros métodos para eso.
—¿Me pondrás una bolsa en la cabeza? —suelto en una risita.
—No, haré esto.
Sin esperarlo en lo absoluto, sus manos toman mi rostro y sus labios se unen con los míos. Un suspiro se me escapa y me derrito ante su beso, al movimiento de sus suaves labios, al roce de su lengua con la mía.
Dios, podría morirme besando a este hombre.
—Así te mantendré callada por mucho tiempo —acaricia mis mejillas y siento su sonrisa sobre mi boca.
—Mmh, me gusta este método —me muerde el labio inferior y tira de el suavemente—. Debería hablar más.
—Oh, peach, estaré encantado de callarte a besos toda la vida.
Y como si no pudiera enamorarme más de él, me sale con estas cosas.
—Te amo, esposo —pasé mis manos por su cuello sin saber muy bien en donde estaba.
—Te amo, esposa —me besó una vez más y me apretó contra su pecho unos segundos.
—¿Ya estamos llegando? —pregunto, ya un poco cansada de tener los ojos vendados—. Quiero ir al baño.
—¿No fuiste antes de bajar del avión? —asentí, pero es que tenía ganas de ir de nuevo, y era por algo que estaba ocultando desde hace una semana—. Falta poco. Unos ocho minutos. ¿Puedes esperar?
—Sí —posé mi mano sobre su abdomen y suspiré—. Te extraño.
Se ríe, besa mi frente.
—Estoy aquí, ¿no?
—No me refiero a eso —bajé la voz, sabiendo que teníamos al chófer a menos de un metro—. No hicimos nada en el avión.
—Bueno, eso fue porque te dormiste, peach —recuerda.