Expediente: 13

483 72 86
                                    

En el inmenso salón de la mansión, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Sentados a un lado de la gruesa mesa de caoba oscura se encontraban Beatriz de Solís y Fernando Baues; al otro, Raoul y Agoney. Por petición del canario, habían decidido interrogar a los dos juntos. En un principio, Raoul se había negado, pero tras una breve discusión con el moreno tuvo que dar su brazo a torcer y reconocer que interrogar a los dos juntos les revelaría más de lo que sus palabras fuesen a hacer, especialmente entre dos personas en las que era obvio que había secretos.

Beatriz tenía los ojos enrojecidos y su aspecto estaba un poco más descuidado que la primera vez que les vieron: no tenía maquillaje y tampoco se había esmerado en hacerse un elaborado peinado con ondas marcadas y perfumada, tan solo lo llevaba recogido en una cola baja con una pinza de pelo. Fernando, sin embargo, mantenía el mismo aspecto impecable de siempre.

- Esto no habría pasado si hubieseis hecho vuestro trabajo.

- Discrepo, Fernando —dijo Agoney— nuestro trabajo es el que usted ha intentado impedir que realizaramos.

- Teníais que protegerla.

- No podemos proteger a una persona con los ojos vendados y las manos atadas, señor Baues –respondió ahora Raoul.

- Yo solo quiero que me devolváis a mi niña –murmuró con la voz temblorosa Beatriz.

- Para eso estamos aquí, para que nos ayuden a ayudarla.

- ¿Cómo?

- No ocultándonos cosas, por ejemplo.

- Pero ¿Estas cosas no hay que hacerlas bajo juramento, en privado o algo de eso? –intervino Fernando.

- Tal vez en misa —sonrió Agoney— sois un matrimonio, no creo que tengáis nada que ocultarle al otro. Al menos, por el bien de Diana ¿No?

Fernando le mantuvo la mirada, desafiante, unos segundos, pero finalmente agachó la cabeza y asintió.

- Está bien.

- Bueno —dijo Raoul— empecemos por el principio.

- No —le interrumpió Agoney, entrelazando los dedos encima de la mesa— mejor por lo importante. Me gusta mantener un ritmo de sueño adecuado, señor Baues, así que respóndame sobre aquello que me lo quita ¿Qué tiene que ver Alemania en todo esto?

- ¿Alemania? –preguntó Beatriz, fijando sus ojos en su marido.

Fernando la miró de soslayo unos instantes y luego devolvió la mirada a los agentes.

- Nada. Se obsesionó con los libros de mi despacho por alguna razón que solo usted sabe y pretende hilarlo a la fuerza con todo esto.

- Sin embargo, entendió perfectamente el refrán que le dije. Fue una reacción curiosa.

- ¿Curiosa? No, no se equivoque. Lo que usted vio se llama ira. Me amenazó en mi propia casa.

- Señor Baues, conozco la ira y el miedo de primera mano y lo que usted tenía en aquel momento fue lo segundo.

- Yo no tengo miedo.

- Pues debería tenerlo, dadas las circunstancias –intervino Raoul.

Entonces, Beatriz chasqueó la lengua y golpeó sus muslos con las palmas de las manos en una señal de hartazgo.

- Yo os diré lo que tiene que ver Alemania en todo esto —dijo con brusquedad— ese país solo me ha traído dolores de cabeza desde hace décadas. Hace treinta y siete años, poco antes de casarnos, me engañó con una buscona alemana y yo, ilusa, le perdoné porque creí en su arrepentimiento y en que había sido cosa de un desliz. La muy... —se mordió la lengua— le estuvo sacando dinero por su silencio durante más de quince años y cuál fue mi sorpresa cuando, al cabo de los años, me entero de que mi querido esposo ha iniciado un negocio ni más ni menos que ¡En Alemania! Un negocio del que nunca dijo nada y del que no se sabe nada, solo que hizo bajar nuestra cuenta bancaria un par de millones de euros. Dios sabe lo que hizo en ese tiempo en Alemania y con quién, pero me lo imagino.

Élite SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora