Expediente: 21

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Raoul acababa de salir de una larga ducha. El día, entre enfrentarse de nuevo al marqués de Prados, visitar el depósito de cadáveres y casi ser víctima de una bomba, había sido demoledor. Sentía todos sus músculos hormigueando, clamando por un poco de descanso y el agua fría había tenido un efecto mágico sobre su cuerpo.

Una vez se podía sentir limpio de polvo, sudor y cansancio, su estómago empezó a rugir con la fiereza de quien parece no haber comido en siglos. Revisó en su nevera e hizo una mueca de desagrado al verla. No estaba vacía, pero todo lo que tenía requería cierta elaboración que no estaba dispuesto a hacer, así que la cerró de nuevo y buscó en internet la web de la pizzería más cercana para hacer un pedido a domicilio. No era su favorita, ni mucho menos, pero así su vacío estómago se ahorraría varios minutos de espera.

Después de sustituir la toalla en la cintura por una camiseta y unos cómodos pantalones cortos de deporte, se fue hasta su salón y se dejó caer en el sofá. Ni siquiera se molestó en encender la tele, sabía que no encontraría nada que le entretuviese. Se giró hasta quedar boca arriba y miró su brazo. Tras la ducha, se había quitado la venda empapada para que su herida pudiese respirar un poco. Tenía casi todo el antebrazo enrojecido y arañado, como si le hubiesen pasado una cuchilla mal afilada.

Cerró la mano y movió la muñeca en círculos, notando un ligero e insignificante pinchazo en algunas posturas. Suspiró, algo fastidiado y cerró los ojos. Sin darse cuenta, habían pasado veinticinco minutos cuando el telefonillo le sobresaltó.

Sorprendido por la puntualidad, se puso en pie y fue hacia el porterillo, pulsando el botón para abrirle al repartidor la puerta de la calle. Después, abrió la de su piso y esperó a que el ascensor, que quedaba justo frente a su puerta, se abriera para dejar paso al repartidor con su cena. Sin embargo, el ascensor no parecía moverse, lo que sí notó fue el sonido de unos pasos en la escalera que subían con rapidez. Cuál fue su sorpresa, cuando vio aparecer a Agoney.

- Tú no eres una pizza.

Agoney frenó y le miró extrañado.

- ¿Qué?

- Nada, déjalo ¿Qué haces aquí?

- Tengo que contarte algo.

- ¿Y no podías hacerlo por teléfono?

- No, mejor en persona y ya ¿Puedo pasar?

Raoul, dubitativo por la visita inesperada, acabó asintiendo y se hizo a un lado para dejarle entrar a su casa. Agoney pasó y se quedó en el recibidor, sin atreverse a avanzar más allá hasta que el rubio no se lo permitiese. Este le guió hasta el salón y le ofreció asiento. Agoney observó cada detalle de la casa, el orden, la limpieza, los colores y la decoración y no le sorprendió el buen gusto con el que la vivienda estaba vestida. No era una casa de catálogo, pero llamaba la atención lo suficiente como para saber que su morador dedicaba su tiempo a mantenerla cuidada y bonita.

- ¿Puedo ofrecerte algo?

- No, gracias.

- Venga, aprovéchate, que no lo pagas –sonrió.

- Te lo agradezco, pero ya he tomado un refresco antes de venir aquí.

- Ah, así que por eso insistías en irte andando tú solo ¿No? Para no invitarme –bromeó, y esa vez sí logró sacarle media sonrisa.

- He estado en casa del teniente Merino.

- Pues sí que has corrido. No es que viva tan cerca como para que puedas ir, tomarte algo y venir en poco más de una hora y media.

- He venido en uno de esos patinetes eléctricos. Son prácticos, lo reconozco.

Raoul asintió intentando no reír al imaginarle montado en uno de esos vehículos a dos ruedas. Luego, pensando en el tema principal que había iniciado Agoney, guardó silencio unos segundos.

Élite SecretaWhere stories live. Discover now