6. La luz de la verdad.

6.2K 1K 2.1K
                                    

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, no dejé de pensar en lo tranquila que era nuestra casa cuando no había ningún monstruo en ella

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, no dejé de pensar en lo tranquila que era nuestra casa cuando no había ningún monstruo en ella. La paz que se respiraba en el ambiente era tanta, que por momentos creía como un iluso que jamás volvería a sentir miedo.

Mordí el bocadillo de jamón que tenía en la mano y miré por el rabillo del ojo a mi madre, que me acompañaba en la mesa; se había aseado, vestido y peinado, pero su gesto cansado le robaba esa pulcritud que caracterizaba a su persona.

Contemplé la estancia en la que nos encontrábamos: era una cocina amplia, limpia y ordenada. No había ningún recipiente fuera del sitio, ni comida encima de las encimeras, ni manchas de grasa en las paredes, ni una miga de pan en el suelo. Cerré los ojos durante un instante. Entonces, todo ese orden impecable que percibí con el sentido de la vista desapareció, y fue sustituido por el ruido de las gotas de agua que caían del grifo y aterrizaban en el fregadero, de la tostadora que alguien se había dejado encendida, del parpadeo de la bombilla del techo, por la respiración pesada de mi madre, por su masticación lenta y, de pronto, por su voz cansada:

—Pórtate bien hoy.

Apreté la mandíbula y entrecerré los ojos. Tras tragar, recordé los consejos de Ivan y le respondí:

—Mamá, ya te lo expliqué el otro día: yo no robé nada, alguien me inculpó.

—Mientes.

—No lo hago.

—Ya, por supuesto que no. No mentiste cuando me dijiste que no le habías pegado a un chico la primera vez que te metiste en una pelea, que tú no habías robado dinero de mi monedero, que los cigarros que había encontrado en tu mochila no eran tuyos y que no fumabas, que tú no le habías roto la ventanilla del coche a Igorov ni habías dejado ciego a su perro después de lanzarle una piedra, que tus amigos y tú no habías acosado a un chico hasta que se vio obligado a cambiar de instituto. Todas esas veces que te creí y te defendí cuando en realidad tú me tomabas por estúpida, no habías mentido, ¿verdad que no? —me preguntó, con un resquemor más que palpable en cada una de sus palabras.

Esquivé su mirada acusadora y suspiré. Ella se levantó de la mesa, recogió sus cubiertos y los metió en el fregadero. No esperó a que le respondiera, no lo necesitaba; la sombra de la mentira, en mi caso, era más grande y palpable que mi propia existencia. 

—Compórtate —prosiguió. Acto seguido, me agarró por la barbilla y torció mi cara para tener una buena visión de mi mejilla derecha. Cuando se cercioró de que no había rastro de ningún bofetón en mi piel, me soltó y salió de la cocina—. Nos vemos por la tarde.

Y se fue.

Me limpié la barbilla con el puño de la chaqueta, terminé el bocadillo y recogí mis cubiertos. Cuando los quise colocar en la encimera, un cuchillo cubierto de mermelada se cayó al suelo, manchándolo. Tras recogerlo, agarré un trapo y me puse de rodillas para limpiar el suelo. Pero por más que frotaba la baldosa, la mancha no salía.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora