25. El abatimiento que devoraba mi ser y la incomprensión que me causaba el sexo

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Había llegado el último día del curso y el ambiente festivo que reinaba en el instituto era una clara muestra de ello

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Había llegado el último día del curso y el ambiente festivo que reinaba en el instituto era una clara muestra de ello. Los alumnos estaban tan alborotados que el señor Kapitsa entró cuatro veces en el aula de Historia para advertirnos a gritos que, o dejábamos de vociferar como bárbaros, o, palabras textuales: nos metería un misil por el trasero. La situación se agravó cuando Yerik encontró un ratón de campo detrás de un armario. El chillido que soltó Olga se elevó por sobre el de sus compañeras, algunas de las cuales ya se habían subido a los pupitres. Los chicos, por su parte, se arremolinaron alrededor del armario para intentar dar caza al roedor.

—¡El primero que lo cace se queda con la merienda de Misha! —decretó Nikolai, ignorando las quejas del aludido, quien seguía siendo su objeto de burlas favorito.

Todo intento de atrapar al ratón resultó ser en vano; a la hora de esquivar manos, tenía los reflejos de un gato salvaje y la velocidad de una liebre. Al cabo de unos cuantos y desastrosos minutos, Yuliya se abrió paso entre esa multitud dominaba por hombres, se arrodilló frente al armario y cazó al ratón con un solo movimiento, demostrando una maestría que dejó boquiabiertos a todos los presentes.

—Me debes tu almuerzo —le espetó a Misha tras entregarle el ratón a Niko, quien observó a su amiga con una sonrisa apacible y un deje de admiración que desapareció cuando ella se dirigió a las compañeras que estaban sobre sus pupitres para arremeter contra ellas—: menudas niñatas.

El ratón pasó de Nikolai a Yerik, y de este a Davyd, un chico de gesto tosco y ropas andrajosas que lo observó de una manera juguetoona que no agradó a nadie. Fue Alexander quien le arrebató al animalillo y lo hizo bailar de unas manos a otras hasta que regresó a las de Yuliya.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó mientras lo acercaba amenazadoramente a Olga. Ella soltó un chillido agudo tan parecido al del ratón que provocó la risa de todos los presentes.

—¡Tíralo por la ventana, Yuliya! —gritó Fedora fuera de sí—. Vamos, ¿a qué esperas? ¡Tíralo, tíralo!

—¡No! —exclamaron los chicos.

—¿Y si lo metemos dentro del libro de Historia del profesor? —sugirió Davyd—. Seguro que se cagará de miedo cuando encuentre un ratón aplastado entre las páginas.

—¡Eso tampoco, bestia!

—¡Ya sé! —exclamó Nikolai—. ¿Y si se lo damos a Biel para que lo cuide?

Todos mis compañeros giraron la cabeza en silencio para observarme a mí, la única persona del aula que se mantenía sentada en su silla, ajena al jolgorio de su alrededor. Los miré por el rabillo del ojo y volví a centrar mi atención en una hoja en blanco de mi librera.

—¿Por qué no te la quedas? —insistió. Se acercó a mí y me colocó al roedor frente al rostro. Sus diminutos ojos, negros como dos canicas, titilaban de puro miedo, al igual que su cuerpo—. Tú sabes cuidar animales raros; tienes una paloma.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora