29. La noche en la que comprendí que los monstruos podían ser amados.

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Era principios de agosto y el calor sofocante propio de la temporada estival se veía agravado por un ambiente húmedo que presagiaba la llegada de una tormentosa borrasca

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Era principios de agosto y el calor sofocante propio de la temporada estival se veía agravado por un ambiente húmedo que presagiaba la llegada de una tormentosa borrasca. Me encontraba apoyado en la ventana de la cocina de los Rigel, contemplando las nubes grisáceas que amenazaban con cubrir el cielo en cuestión de horas.

Danika entró tatareando la vieja canción que le daba nombre a mi mascota. La miré de reojo por encima del hombro; cargaba una cesta llena de ropa seca con el brazo derecho y otra de ropa mojada con el izquierdo. A pesar de haber estado trabajando en las tareas del hogar durante más de dos horas, parecía estar bastante animada, como de costumbre. Aquella mujer irradiaba una alegría que lograba avivar y tranquilizar mi espíritu al mismo tiempo.

—Buenos días, cielo. Parece que mañana habrá tormenta.

—Sí, qué asco —respondí.

—Menos mal que Ivan y tú ya terminasteis de reconstruir la tienda, si no, echaría a volar —comentó mientras un trueno retumbaba a lo lejos. Se acercó a mí y cerró las ventanas—. Si llueve mucho, tendremos que adelantar la cosecha de las manzanas para mañana. ¿Te gustaría ayudarnos?

—¿Acaso puedo negarme?

—Por supuesto que no —respondió antes de salir por la puerta de la cocina.

Los días pasaban deprisa en el hogar de los Rigel y, para mi desgracia, quedaba menos de un mes para regresar a casa y comenzar el nuevo curso escolar. La expectativa de volver a la rutina me asustaba. El único consuelo al que podía aferrarme para sobrellevar el paso del tiempo con un poco de optimismo era saber que Karlen y yo asistiríamos a la misma clase, detalle que me emocionaba muchísimo.

Durante la cena, el chico hizo la siguiente pregunta:

—¿Vosotros creéis que la tienda podrá soportar la tormenta? —Miré las diminutas gotas de lluvia que mojaban el cristal de la ventana de su cuarto y me encogí de hombros—. Si sale volando ¿te tendrás que quedar más tiempo viviendo con nosotros para ayudarnos a arreglarla?

Ivan dejó sus cubiertos sobre la servilleta y negó con la cabeza.

—La tienda no va a salir volando, hijo. ¿Tan poco confías en mis dotes como carpintero?

—Pues un poco sí, la verdad.

Danika dejó escapar una sonora carcajada en respuesta a la sinceridad de su hijo. Ivan se apoyó en el respaldo de la silla y soltó un "¡ja!" con el que nos demostró su indignación ante esas palabras. Contemplé la escena en silencio, sin inmutarme. En conversaciones como esa era donde podía apreciar cuánto había mejorado la relación entre Karlen y sus padres, aunque fuese de forma lenta y gradual. Padre e hijo habían pasado de no dirigirse la palabra a mantener breves conversaciones durante las comidas. Y todo ese avance se había logrado, en parte, gracias a mi idea de comer juntos en su habitación. Sería absurdo negar que me alegraba ver a mi amigo tan contento pasando tiempo junto a su familia. 

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora