7. El día que te hice llorar, llovían lágrimas en mi mente.

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Aquel diecinueve de noviembre en el que las nubes cubrían el cielo y el viento agitaba las ramas de los árboles con fragorosa obstinación, me levanté de la cama y me situé frente al espejo en silencio

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Aquel diecinueve de noviembre en el que las nubes cubrían el cielo y el viento agitaba las ramas de los árboles con fragorosa obstinación, me levanté de la cama y me situé frente al espejo en silencio. Entonces, por primera vez en mi vida, no odié mi propio reflejo. En vez de eso, lo observé con curiosidad, como si pudiese desentrañar los misterios que ocultaba cada centímetro de mi rostro y, por extensión, los que conformaban cada rincón de mi alma.

Detallé mi cabello rubio, alborotado e imposible de peinar; mi piel clara, mi nariz recta cubierta de pecas y mis labios estrechos y apretados. Por último detallé mis ojos, esos ojos de color azul claro que me devolvían una mirada fría, retadora y para nada limpia.

Me quité la camiseta para contemplar mi torso pálido repleto de pecas y me fijé en los moratones que me produjo la última paliza que recibí. Mi cuerpo no era frágil; las múltiples peleas en las que me involucraba lo habían fortalecido. Sin embargo, todos esos hematomas llevaban un único nombre: el del hombre que me había criado.

Me apreté un hombro con la mano contraria, cerré los ojos y suspiré con lentitud. Deseé sumergirme para siempre en la negrura, alejarme de los problemas que turbaban mi paz, pero no podía; la vida me obligaba a enfrentarme a un nuevo día con el único fin de darle un sentido a mi existencia.

De pronto, justo cuando me disponía a suspirar resignado, escuché un fuerte ruido proveniente del piso inferior que me obligó a abrir los ojos.

—¿Mamá? ¿Qué estás haciendo? —pregunté en voz alta mientras me vestía con unos vaqueros claros y un jersey blanco. Después, salí del cuarto y bajé las escaleras.

Tras llegar a la cocina y no encontrar a mi madre, entendí el porqué de ese golpe. Ella no tenía muchas aficiones, ocupaba las horas del día cuidando la casa, cocinando y leyendo libros con una copa de vino en la mano. Iba al mercado dos días a la semana para hacer la compra y, muy de vez en cuando, salía a pasear con alguna de las pocas amigas que tenía. Además, todos los meses hacía una limpieza intensiva de la casa y ese día le había tocado al garaje. 

Localicé a mi madre en el recibidor. Estaba vestida con un atuendo que le proporcionaba un aspecto informal poco habitual en ella, pero que la rejuvenecía por lo menos diez años: unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa vieja, llena de lamparones. Tenía el pelo atado en un moño y lo había cubierto con una pañoleta.

—Biel, tengo un regalo para ti —me dijo al percatarse de mi presencia—. Sal al jardín para que te lo enseñe.

Sus palabras me dejaron tan contrariado que tardé varios segundos en reaccionar. Le dediqué una mirada de duda que ella no supo responder, me calcé unas botas blancas y crucé la puerta que daba acceso al exterior. Entonces, al llegar al jardín, observé con asombro una bicicleta de un horrible color negro y con los neumáticos manchados de barro seco, la cual me trajo de vuelta unos recuerdos que preferí haber mantenido en el cajón del olvido.

Los monstruos no existen en el cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora