Capítulo 25: Como te mueras..., te mato

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—Sigo sin entender cómo hemos acabado así —murmuré, en shock, en el oído de Alexander. Él giró un poco la cabeza, y en sus ojos verdes se adivinaban el miedo y el cansancio. Tenía las mejillas sucias, con arañazos y heridas. Seguramente sabía tan poco como yo acerca de lo que iba a pasar con nosotros.


La puñetera flecha de Niké no había funcionado. La baratija inservible de la supuesta diosa de la victoria nos había llevado directos al palacio de Hades, sí... Pero no por lo que se entiende como un sitio discreto, precisamente. Como un par de tontos, habíamos ido hablando durante todo el camino, concentrados en intentar averiguar el por qué de las facilidades de nuestro viaje, habíamos seguido a ciegas el artilugio dorado...

 ...Y habíamos acabado en medio de una extraña y diabólica fiesta de té.

Alrededor de una mesa baja hecha de mármol rosa, cubierta con un mantel con motivos en seda, que sostenía varias tazas de té y un pastel blanco y azul lleno de nata, nos habíamos encontrado nada más y nada menos que a cinco empusas  y a una mujer extraordinariamente bella que tenía aspecto de, y estar acostumbrada a, ser la que cortaba el bacalao allí.

Las cinco empusas tenían pinta de ser hermanas de Kaisey: una chica pelirroja con el pelo liso y cara astuta, dos rubias idénticas con pinta de pijas de sempiterno globo de chicle, una castaña con los ojos enormes y, lo que más me extrañó, una albina, con el pelo blanco reluciente y la piel de alabastro. Allí estaban las cinco, marujeando como si no hubiera un mañana, con la pata de burro y la pierna dorada cruzadas. La rubia número uno, que daba pellizquitos a una magdalena para comérsela, como si el hecho de tomársela átomo a átomo fuera a reducir las grasas y el colesterol que llevaba, tenía risa de caballo. El resto podría pasar por el casting de doblaje de cuervos de cualquier película de terror.

La dama que presidía la mesa era otro cantar. Tenía el pelo largo, negro y sedoso, recogido en un elegante moño del que caían, aun así, dos o tres centímetros de cabello cuidadosamente despeinado. Su piel era del color de la madera de roble europeo, y se ocultaba en puntos estratégicos tras el vestido de seda oscura que vestía, con piezas de velo semitransparentes que adornaban los hombros de la mujer. Sobre la frente portaba una tiara negra con motivos espiralados. Irradiaba cierto aura de poder mientras apretaba el botón del envase de sacarina para echar un par de pastillas a su té.

Y luego estábamos nosotros, claro. Un par de semidioses sucios, desastrados, cubiertos de pelo de perro y con la ropa ajada y manchada, con aspecto de haber salido de un documental estilo El último superviviente, con mochilones de boy scouts y caras de absoluto pánico. Estábamos mimetizados con el ambiente del lugar, por supuesto.

—¿Dónde demonios nos han metido? —susurró Alexander, que tenía toda la pinta de estar sufriendo una crisis de nervios.

—¿Y dónde nos van a meter ellas ahora? —completé yo, señalando a las cinco empusas que, perezosas, se levantaban de sus sillas, una de ellas terminando una pasta.

—¿Semidiosecillos en mi jardín? —inquirió la mujer con los ropajes esplendorosos, que no había movido un solo dedo y estaba removiendo el líquido de su taza con una cucharilla. Tomó un sorbo, con los ojos cerrados, y continuó sin alterarse—. Ya le dije yo a mi querido marido que la seguridad aquí flojea, pero ¡nunca me hace caso! ¡Y mi madre, que con tal de discutir con él apoya a quien sea, decidió hacer una excepción justamente cuando yo tuve opinión propia en el asunto! "¡No, Persie, no hace falta gastar más presupuesto en fantasmas de seguridad, bastante os cobran ya los que hay! ¡Fuisteis a contratar a los más caros, porque claro, como eran soldados de la Grande Armée...!" Haciéndole más caso a su yerno que a su hija, ¿pero qué demonios pasa aquí?

La Cazadora (PJO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora