4.Alucinaciones

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Entre en clase corriendo y me dirigí hacia una de la esquinas. Me iba a dar un infarto, tenía ganas de llorar el corazón a mil y la respiración tan alterada que me costaba inhalar algo de oxígeno.

Era real el jodido señor H estaba ahí fuera, había vuelto a mi vida. La rabia que sentí en ese momento es indescriptible. Quería un curso tranquilo, solo pedía eso, un puñetero curso tranquilo, sin ralladas, lloros y noches sin dormir pensando en él. 

Solo pedía un año, solo uno, pero ni eso es capaz de regalarme el universo. Empecé a revivir todo lo que había pasado, cada agónico momento de esa relación, cada emoción, cada sentimiento y cada recuerdo relacionado con él. Cosas que creí haber olvidado de mi infancia, conversaciones, olores, besos, sensaciones...todo empezó a revivirse en mi cabeza mientras a mi me daba ganas de ponerme a llorar.

Creía que era emocionalmente estable, bueno spoiler, no lo soy, ni mucho menos. Todos tenemos esa persona que es: la persona. Con una sola mención de su nombre se te acelera el corazón, cuando la ves es un dardo, no importa lo superado que pienses que lo tienes, no importa que lleves sin pensar en él meses, con un contacto visual se acabó toda la fachada de seguridad y de superación.

Cuando esa persona es el amor de tu infancia la cosa es mucho más complicada ya que por alguna razón siempre hay un cariño que es muy complicado borrar aunque intentes por todos los medios odiarle

Mi historia con Hunter es larga y supongo que era bonita hasta que la cagué.

En el proceso de crecer y entrar en la adolescencia dejamos atrás muchos recuerdos, sobre todo los de la infancia más temprana pero siempre hay ciertos recuerdos especiales que por alguna razón prevalecen en nuestras cabezas, aquellos a los que les damos más importancia y que ni el paso del tiempo pueden borrar.

Uno de esos es la primera vez que vi a Hunter. Mamá siempre dice que fue en el parte de mi tía justo después de mudarnos de Italia a aquí, yo no me acuerdo de eso, sólo de esos ojos azules tocándome el pelo. En mi cabeza me lo acariciaba pero según mis padres me estaba limpiando un escupitajo de Oliver.

En ese momento me enamoré, yo lo sé, por que a pesar de ser un cría, aquella sensación ha sido la más fuerte y pura que he experimentado en mi vida. Cada vez que mis padres mencionaban a Paul o algo relacionado con ir a su casa...bueno yo me ponía mis mejores galas para ganarme el amor de aquel niño que se había prestado a quitarme las babas de mi hermano. Podía quedarme mirándole las horas que estuviéramos ahí, sin importarme que él lo notara. Solo quería mirarle y disfrutar de la sensación en mi estómago y mi corazón que eso me producía. Algo así como Oliver cada vez que ve un donut de chocolate.

Cuando teníamos ocho, me regaló un collar de macarrones y creedme que lo guardé como si aquel hilo cutre con macarrones pintados fuera nuestro hijo. Estuve obsesionada semanas, lo llevaba  a todas partes, casi ni me le quitaba para ducharme. No me importaba mostrar al mundo mi enamoramiento, aquel collar de macarrones era como un anillo de compromiso en mi cabeza, seguro que así se pedían matrimonio los niños de ocho años.

Era tanto el que no me importaba mostrarle que me gustaba (Tal vez muy Ricci por mi parte) que en nuestra fiesta de cumpleaños de los nueve decidí obsequiarle con un baile. En mi cabeza bailarle al ritmo de "Bésala" de la sirenita, era una idea espectacular. Una manera de decir sí a la proposición de su collar de macarrones. Y ahí fue la primera vez que bailé a un hombre señores y señoras (Tengo madera de stripper) 

Cuando teníamos diez llegó la peor noticia que podía esperar: se mudaba con su madre al otro lado del país. Se me cayó el mundo a los pies, casi no comía, no salía de mi cuarto para nada más que ir al colegio. Lo llamaremos: mi primera depresión. Lloraba todo el día, mi sueño de hacernos mayores juntos, salir y luego casarnos...hecho pedazos. 

Esa Virgen será MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora