Capítulo 2

266 4 0
                                    

2

Al día siguiente, Roger se levantó de la cama y sus pies descalzos se bañaron por accidente en el vómito de la noche anterior. «Joder, qué asco», pensó. Ni siquiera recordaba haber vomitado.

No se preocupó por mirar el reloj. Sin horarios que cumplir, el ser humano deja de necesitar que un mecanismo le indique el paso del tiempo. Entró en el baño y se dio una ducha caliente. El agua caliente era un lujo que pocos de sus vecinos podían permitirse, pero incluso en el barro, Roger era un afortunado.

Bajó a la calle vestido con ropa vieja de abrigo, hacía frío. Tenía hambre y decidió comprar algo para comer. El Distrito Suburbano, también conocido como “El agujero”, era un auténtico vertedero: los servicios de limpieza apenas se dejaban ver por allí y la basura se acumulaba en las aceras. Vagabundos, delincuentes y toxicómanos habían convertido el asfalto humeante y quebrado en su hábitat natural, algunos incluso en el colchón donde descansar. La policía no patrullaba las calles del distrito, allí no había leyes ni ciudadanos a los que proteger. Sin embargo, Roger había logrado integrarse, a fin de cuentas lo consideraban uno de los suyos: un yonqui más que trataba de sobrevivir en una sociedad devastada y abandonada a la suerte, a su muerte. Pero los que frecuentaban o residían en el Distrito Suburbano se respetaban entre ellos, pese a sus problemas. En aquel barrio marginal, hogar para los proscritos de Capital City y basurero de la escoria para la gran ciudad, Roger sólo era un drogadicto que pasaba desapercibido entre la inmundicia en busca de una dosis de caballo para fumar.

Se aproximó a un pequeño establecimiento de comida rápida a pie de calle donde servían unos sabrosos perritos calientes. Un ventanal, presidido por el propietario del negocio, y por el que emanaba un humo con aroma a refrito que cubría las paredes y que le otorgaba un aspecto desagradable y carente de higiene al local, servía como punto de interacción entre Malkhas y los clientes. Roger se situó al final de la cola y aguardó su turno.

—¿Qué tal el día, amigo? —preguntó Malkhas con amabilidad. Malk, como se le conocía en el Distrito Suburbano, llegó de Armenia en los ochenta con una ilusión desbordante por probar fortuna; casi cuarenta años después, se había convertido en un sesentón de piel arrugada y cortada por el frío que vendía perritos calientes en un barrio marginal. Estuvo casado y llegó a tener tres locales de comida rápida en el Distrito Financiero, pero se arruinó por culpa de su mala administración, la adicción al juego y la nefasta gestión de un bróker durante la crisis del 2008. Malkhas pasó una larga temporada malviviendo en la calle, durmiendo en pequeños adosados de cartón y alimentándose de pan y vino, como tantos ciudadanos a los que la nación dio de lado.

—Como siempre, Malk. ¿Me pones un perrito y un café bien caliente? —dijo Roger, esforzándose por sonreír.

—Claro, amigo. Aquí tienes, con poco kétchup y sin mostaza. El café solo, sin azúcar. Serán tres dólares.

—Gracias, Malk —dijo mientras le entregaba el importe—. Nos vemos.

El vapor emanaba por los aliviaderos de la calzada y formaba la típica estampa de invierno en la ciudad. Roger mordisqueaba la salchicha tratando de no ensuciarse con la salsa, mientras caminaba sin prestar demasiada atención al tráfico y con la intención de tomar asiento en un banco de madera.

Dejó el bocadillo sobre el banco y acarició el vaso de café con sus manos, tratando de que estas entrasen en calor. El sol apenas calentaba esa mañana, y la humedad de las calles se colaba por las suelas de sus zapatillas hasta que calaba en sus huesos. «Qué vida más perra», se dijo. Terminó de comer y bebió un sorbo de café. Por fin su cuerpo había entrado en calor. Luego apoyó la espalda en la madera y alzó la vista: desde allí sólo veía edificios lúgubres con fachadas de ladrillo de arcilla color ocre, ennegrecidos por el humo y la suciedad de la gran ciudad.

INFECTUMWhere stories live. Discover now