QUINCE

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-Su majestad, -dije. Seguía sus pasos ágiles por los pasillos del castillo. Hilda tras de mi. -me apena el estado en el que se encuentra su esposo, el rey.

Ella se giró de pronto y me miró, intentando ver si lo decía de verdad. Llevaba un collar de piedras preciosas que me deslumbraban con los reflejos de las antorchas que colgaban de las paredes fornidas.

-Gracias, querida. -hizo un gesto cortés con la cabeza y siguió su marcha.

Ante mí había un pasillo infinito decorado en el suelo con grandes alfombras y pieles y con innumerables puertas que debían dar a muchas otras habitaciones. Antes de irse, Athel se aseguró que viese que se llevaba a Palo con él. Me pregunté si dormiría cerca y si me traería al zorro en algún momento.

Entré a lo que serían mis aposentos, aunque no solo era un dormitorio, como yo tenía en Sussex, si no que había un recibidor, una salita con libros, escritorios y sillones, un baño completo y hasta una pequeña ventana. Mis ojos brillaron al comprobar que tal vez mi cuerpo cabía por aquella rendija. Luego me apremié a mi misma.

Acababa de entrar y ya estaba calculando mi huida.

De todos modos, tanto espacio significaba que tenían pensado que no debía abandonar mis aposentos. Me estaban ofreciendo todo lo que pudiese necesitar para que me quedase allí encerrada.

Si en Sussex no lo tenía era porque no lo necesité. Vivía prácticamente en el bosque, estaba todo el día fuera del castillo y convencía a mi padre para que me dejase comer con él o asistir a los comités en la sala del trono. Eso se había acabado.

-Espero que este espacio sea suficiente para usted, princesa. -dijo la reina cuando terminé de inspeccionar mis alrededores. Todo era lujoso y cómodo. Era cálido y acogedor. Pero no para mi.

-Este espacio es más de lo que habría imaginado. Son muy amables por tanta hospitalidad. -contesté. Sentía los ojos de Hilda clavados en mí.

-Por esa puerta, -señaló una entrada en la esquina del salón. -su amiga puede ir a su habitación. -Miré a Hilda asentir. -Dejaré que se aseé. -La reina se colocó delante de mí y me miró directamente a los ojos. En ellos vi a Athel y apreté los labios. -Una doncella vendrá a ayudarla para prepararse para la cena.

-Muchas gracias. -asentí. Ella no se movió. Solo me observó un rato más. Sonreí sin poder evitarlo. Aquel gesto de la reina era muy descortés, mirar así de directa a alguien es algo por lo que mi institutriz me reprimiría, pero el interés que Sunniva mostraba en mí parecía ser más grande que sus modales. O es que tal vez las reinas no necesitaban tener modales. Qué sabía yo, era la primera vez que conocía a una.

-Voy a ser franca contigo. -suspiró. -Sé por lo que estás pasando y no hay nada que pueda decirte que vaya a asustarte menos. -ladeó su cabeza y miró mi pelo anaranjado. Sonrió con pesar. -Siento que tu madre no pueda estar aquí en estos momentos, -sentí que se me hacía una bola en la garganta y tragué con dificultad. No era pena, era solo que me costaba digerirlo. -pero mándame llamar si crees que haya algo que pueda hacer por ti. -aguardó un momento, viendo en mis rasgos si estaba ofendida. Yo no dije nada, ni me moví. -Me mandas a llamar, -puntualizó. -si necesitas una madre. No una reina. -me dio un vistazo severo. -No hay nada que pueda hacer por ti como reina.

Y sin más, se giró y se fue cerrando ella misma la puerta a sus espaldas.

-Ni que Godric fuese a cortarte en mil pedazos. -bufó Hilda. -Solo vas a casarte con su hijo, por todos los Dioses.

-Lo cual es suficientemente malo. -me giré a encararla y comencé a deshacer mi pelo para poder quitarme la corona.

-Muchas mujeres matarían por estar en la posición en la que estáis vosotras. -el desdén en su voz me irritó.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora