VEINTE

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Desperté horas después en la cama de Athel a solas con Hilda. No había ni rastro del cazador, y aunque el mundo me daba vueltas y el dolor de cabeza me iba a matar, permití sentirme decepcionada.

No sé en que momento debió marcharse, solo sé que me dormí, al fin, acunada en sus fuertes brazos y escuchándole murmurar palabras llenas de amor. Y no es necesario, a estas alturas, que yo diga lo poco que había escuchado esas palabras a lo largo de mi vida.

Debía ser por eso que sentía el corazón en carne viva.

Debíamos tener una conversación lo antes posible. No solo sobre el modo tan bonito en el que me trató, pues no sabía como enfocar eso, si no sobre lo que había sucedido, las últimas palabras que declaró y el peso de éstas. Que era mucho.

Si realmente Athel estaba planteándose matar a su propio hermano, debíamos hablar al respecto, pues no iba a dejarle hacer tal cosa en mi nombre. Aquello era un caos.

-Tu padre llegará pronto, -dijo Hilda -y sí, estoy de acuerdo en que debemos hablar, pero primero hay que recibir a Edward el grande y al anillo de tu futuro marido.

Me levanté de la cama con un dolor punzante en mis sienes y la miré con seriedad.

-Quiero hablar con mi padre y mi hermano antes de que eso suceda. - Ella asintió lentamente. -Sé que no va a cambiar nada, pero necesito...

Y dejé la frase a medias, pues ¿qué necesitaba? No lo sabía ni yo.

-Está bien que quieras hacerles conocedores y conscientes de a donde te están entregando -me dijo ella. -No te hace ningún bien mantenerles ajenos a la verdad, ser una mártir aceptando tu fatal destino -resopló. -Te entregan a un maltratador, a un rey maldito que está loco por marchitarte. Y eso debería pesarles en el alma el resto de sus vidas, -sentenció -a Edward y a Cenwalth I.

Y de vuelta en mi habitación, mientras Hilda me ayudaba a prepararme para recibir a mi padre, medité en sus palabras sin sacar mucho en claro y sin sentir que mi mente llegaba a ningún puerto. Estaba espesa, mi mente, mis sentimientos, me sentía como un cervatillo acorralado. El tapiz de ciervos que tapaba la puerta secreta me miró con burla.

Decidí vestir un atuendo morado, burdeos, del mismo color que la capa de las brujas.

Dejé mi cabello colgar por mi espalda, casi tocando mi cintura y brillando en ondas lacias. La corona no pesaba demasiado hoy, pues era mía por derecho, era la corona de Sussex y no la de Kent. No usé joyas ni más atuendos. Solo me aseguré de poner las dos dagas dentro de mis botas.

Al plantarme en las grandes puertas del castillo de Canterbury, me asombró la cantidad de gente que aguardaba la llegada del rey de Sussex. Habían hecho un pasillo rojo con estandartes de nuestra casa y la suya, habían sacado un trono a la puerta y Godric se sentaba en él erguido. Le miré con desdén mientras su pecho se hinchaba con orgullo. Estaba, básicamente, ocupando un trono que aun no era suyo.

El consejo del rey le rodeaba en una media luna. Vi las caras de los hombres que escuché hablar con desdén mientras me escondía con Hilda. Identifiqué sus miradas hacia mí como un abanico de emociones. Algunos me miraban con deseo, otros con asco, otros con irritación. Nadie con respeto, nadie con reverencia.

Cen estaba a uno de mis lados, Hilda un poco por detrás de nosotros con Albert, Athel y su familia al otro lado del trono. El cazador estaba tan apuesto con su traje azul y su pelo negro hacia atrás, que me costó mucho encontrar la motivación para no ir directa hacia él y tirarme a sus brazos. Esos brazos musculosos y grandes que me daban tanto calor. Mordí mi labio mientras recordaba como me llamó mi amor, como besó mi frente una y otra vez. Maldición, quería ser su amor. Quería besarle muy salvajemente. Le deseaba con cada rincón de mi cuerpo.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora