Capítulo 7

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Había recorrido cada rincón del castillo el tiempo que sus fuerzas le habían permitido. Sabía que era un lugar inmenso y que todavía le quedaban muchos recovecos donde buscar. Y sabía que acabaría encontrándole o encontrándola. Había alguien allí y pensaba dar con él. O ella.

Dirigió sus pasos al comedor que había descubierto durante su primera visita y halló un lado de la larga mesa con diversos manjares que desconocía. Antes de tomar asiento los observó con detenimiento, tratando de descubrir qué eran. Había verduras que no había visto en su vida y lo que dedujo que era carne. También vio un pez, y se le revolvió el estómago al tiempo que su rostro se entristecía. Lo dejó bien lejos y tapado con un plato vacío. No quería verlo mientras cenaba. Luego se sentó y cogió un palo alargado y naranja que había en un cuenco con hojas verdes. Le dio un pequeño mordisco. Estaba duro y fresco. Le gustó. Su atención se centró en un plato con varias rebanadas de pan —alimento del que había oído hablar a menudo— untadas con algo de diferentes tonalidades. Probó cada trozo y lo degustó con placer. También vio algo blanquecino en láminas. Había diferentes tipos, algunos más amarillentos que otros, algunos con agujeros. Los cató todos. Uno provocó en ella una expresión de asco y lo escupió, disgustada. Dio gracias por estar sola. Ese trozo que había probado era blanco y azulado. Fácil de distinguir la próxima vez.

Cuando estuvo llena, se levantó y fue a su habitación. Acababa de darse cuenta del sueño y cansancio que tenía. Demasiadas emociones. Pero, como le había dicho su abuela, debía disfrutar de aquella experiencia. ¿Qué otra sirena podría contar una aventura como la suya?

Se metió en la cama pensando en ello. Tal vez no fuera la única que había sido castigada. Siempre habían nadado leyendas por todo el piélago de imprudentes jóvenes oceánicos que habían desaparecido... Y después habían sido vistos en el mundo terrestre.

«Así que no son meras leyendas...», se dijo.

Escuchó un ruido lejano y se incorporó. El corazón empezó a latirle con fuerza. Miró hacia su ventana. Estaba cerrada, y estaba segura de que el ruido no había venido de ese lado. Había sido de un piso inferior. El sonido de... ¿una puerta, quizá? Dudó. Seguramente su cansancio le estaba jugando una mala pasada. Se recostó de nuevo, suspirando, y cerró los ojos.

Vio sonidos.

Escuchó sombras.

Abrió los ojos de nuevo. Se sentó en la cama mirando la nada. Sabía que no podría dormir hasta que no se cerciorara de que aquel ruido provenía de su cabeza.

Se levantó y salió de su estancia. La puerta que había enfrente, cruzando el pasillo, estaba entreabierta. Frunció el ceño. ¿Estaba así cuando había regresado a su habitación? No lo sabía. No lo recordaba.

Se acercó y asomó la cabeza en silencio. Las sombras de los muebles la saludaron tácitamente. Aparte de lo que ya conocía, no había nada fuera de lo normal. Se fijó, no obstante, en que las cortinas de la ventana estaban descorridas y la luz de las lunas bañaba la estancia. Atravesó la habitación con curiosidad.

«Por culpa de la curiosidad estás como estás», le dijo una vocecilla en su interior. Una vocecilla que únicamente la hizo dudar unos instantes, y luego sus pasos continuaron hasta llegar al impecable cristal.

Escrutó el exterior. Una leve brisa mecía las ramas de los árboles, sus hojas y las flores que había por doquier rodeando el castillo. Todo parecía tranquilo hasta que por fin lo vio: había alguien allí abajo. Una sombra se movía con lentitud y, aunque a veces parecía formar parte de la naturaleza, Aneris estuvo segura de lo que sus ojos estaban viendo.

Sin preocuparse por ir descalza o con un simple camisón como única prenda, corrió escaleras abajo, emocionada por conocer por fin a su anfitrión. Se hizo mil preguntas a lo largo de su recorrido: ¿cómo sería? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Fuerte? ¿Rechoncho? ¿Qué color de pelo tendría? ¿Sería una mujer? ¿Un anciano?

Aquellas cuestiones la pusieron todavía más nerviosa. Por fin iba a conocer a un ser terrestre de carne y hueso. Su sueño hecho realidad. ¿Congeniarían? ¿Le enseñaría su mundo y todo lo que ansiaba conocer? ¿Hablarían hasta las tantas de la noche de sus mundos?

Salió al exterior. Tardó unos momentos en orientarse y saber a dónde debía ir. Su respiración estaba agitada y no solo por la carrera. La emoción la había invadido por completo. Se encaminó a paso rápido, pero también silencioso. No quería asustarle. ¿Y si era tímido y por eso no se había dejado ver? Sonrió. Tenía que mostrarle que no había razón para ocultarse de ella.

Vio la sombra moverse detrás de una fuente apagada con peces dorados en su interior.

—¿Hola?

La sombra se detuvo. Ella estaba delante de la fuente. Dio unos pocos pasos a un lado para verla. Los rayos lunares la ayudaron con su claridad: un enorme animal que caminaba sobre dos patas. La joven ladeó la cabeza, decepcionada. Creía que se trataba de un humano. Se preguntó cómo se habría colado aquel ser en los jardines del castillo, pero enseguida supo que le importaba poco la respuesta. La decepción había ahogado su curiosidad y emoción. Se giró, dispuesta a regresar.

—¿Qué haces aquí?

Aquella grave voz la asustó. Miró a todos lados sin encontrar a su dueño, hasta que, finalmente, volvió a dirigir sus ojos hacia el animal. Este la miraba fijamente.

—¿Has hablado tú?

—¿Ves a alguien más por aquí?

Aneris se sobresaltó. Sin embargo, no tardó en recobrar la emoción.

—¡Un animal que habla! ¿Qué eres?

Se acercó más a él, mirándolo con admiración, tratando de descifrar qué clase de criatura era. ¿Un león? No, tenía entendido que caminaban a cuatro patas. ¿Un oso, quizás? No, los osos no tenían esos colmillos.

—Soy una bestia.

La muchacha se acarició la barbilla. No le sonaba haber escuchado historias sobre bestias.

—¿Y qué haces aquí?

La bestia tardó en responder.

—Soy quien gobierna este castillo.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora