Capítulo 72

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La veía. Los veía a todos. Incluso a la anciana que acababa de llegar con la respiración agitada y que se detuvo a estudiar la escena antes de atreverse a entrar en el gran salón.

Pero no los veía desde el suelo, donde estaba su propio cuerpo. Su cuerpo peludo. El cuerpo de la bestia.

Flotaba a un lado por encima de todos. Podía ver la sala entera, el océano y a los presentes.

Día se acercó con pasos silenciosos y se paró tras el duende, que apuraba su copa de vino. Él sacó una varita e hizo aparecer una jarra que enseguida volvió a llenar la copa.

—Vamos, libérala. No tienes por qué hacer eso —habló la anciana.

Todas las miradas se posaron en ella, incluida la mirada que nadie veía.

El ser sonrió encantado.

—¡Día! ¡Cuánto tiempo! Ah —dijo el duende agitando la varita—, no sabes qué útil está siendo tu varita mágica. —Hizo desaparecer la copa y se llevó la vara brillante al interior de su espalda para rascarse—. Llega a sitios donde uno mismo es incapaz de... —Gimió de placer para consternación del hada.

—¿Por qué no te largas y nos dejas en paz? Ya tienes mi varita, ¿no es suficiente?

El ser sonrió y la miró.

—Querida, nunca es suficiente... —Se relamió—. Con la rosa podré hacer cosas que tu varita es incapaz de realizar. —Se la llevó a su mejilla y se frotó contra ella—. Por muy útil que sea esta preciosidad, su poder es muy limitado.

Se sentía impotente viendo todo eso y no pudiendo hacer nada, ni intervenir. Ni siquiera comprendía por qué estaba allí todavía, por qué su espíritu no había viajado al Reino Exánime.

Sin embargo, su respuesta no se hizo esperar.

Una luz brillante le cegó y todos desaparecieron de su vista.

Le dedicó su último pensamiento a Aneris antes de partir.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora