¿De verdad había estado a punto de comerse una manzana envenenada? Pero ¿de dónde había salido aquella chica? Estas preguntas se amontonaban sin respuesta en la cabeza de la bestia. A pesar de haberla alojado en el castillo, sabía más bien poco de ella. Y ella de él. Habían «convivido» varios días sin llegar a conocerse lo más mínimo.
«¿De qué te extrañas? Es una plebeya, puede haber salido de cualquier parte. Son como cucarachas, hay multitud en cualquier lugar».
Sin embargo, que fuera una plebeya no mitigaba lo más mínimo su curiosidad sobre ella. Le había llamado la atención desde el primer día que la vio pasearse por los corredores de su castillo. Miraba todo de forma extraña, con una admiración y un interés poco comunes. En las comidas siempre había probado todo lo que le había sido servido. Casi todo en realidad: jamás había probado el pescado, de hecho, lo solía apartar bien lejos de ella. Luego estaba la escena del océano... Eso fue lo más extraño, sin duda. Y, para finalizar, haberse salido del camino del bosque. Todo el mundo sabía que no se debía hacer eso. Era muy peligroso. El Bosque del Invierno Mágico era así. Siempre había nieve. Siempre se podía perder uno si se desviaba del camino.
No sabía qué pensar de ella. Y cuantas más vueltas le daba, más ansias le entraban de saber.
Se miró en el espejo de su madre. Este le devolvió su reflejo de monstruo. Aquella espantosa imagen de lo que ahora era. Pero la muchacha no le había visto así. Y esto era lo que más le había impactado. Aneris no se había asustado al verle. No había corrido a esconderse cuando rugió. Le había mirado con curiosidad. La curiosidad que la caracterizaba.
«Tú no has visto monstruos reales».
Otra vez esas palabras. Otra vez esa voz repitiéndoselas. Cantándoselas. Cada vez que ella le hablaba era como oír música.
Recordó sus cantos y lo mucho que le gustaba escucharlos. Lo mucho que le hacían sentir.
—Muéstramela —le ordenó al espejo.
Allí estaba, de vuelta en el camino, siendo guiada por una mujer baja de avanzada edad que llevaba setas invernales en una cesta que colgaba de su brazo. Su mano izquierda reposaba en el antebrazo de la joven de cabellos borgoña. Su pelo mezclaba mechones negros y blancos y poseía una mirada gris llena de alegría. Caminaba encorvada y parecía costarle avanzar a buen ritmo. La mujer hablaba y Aneris escuchaba. Le estaba contando la historia del árbol de las manzanas envenenadas. Era una historia conocida por todos los lugareños.
—¿A dónde vas? —le preguntó la anciana cuando terminó el relato.
—Al pueblo —respondió la joven con naturalidad—. Quiero conocerlo.
—Es tranquilo, más que la ciudad. ¿La has visto? —Aneris negó con la cabeza y la mujer continuó—: Es parecida al pueblo, pero más grande, con edificios más altos y mucha más gente yendo de un lado a otro, atropellándote si pueden. —Calló unos instantes antes de añadir—: No, en realidad no se parece al pueblo.
Aneris rio. Aquella risa fue como música para los oídos de la bestia. Una música que había inundado su castillo y ahora se había apagado. Sacudió la cabeza y siguió mirando a la luna del espejo.
—Está a orillas del océano, tiene unas vistas extraordinarias del ocaso. El agua parece mágica.
Ya habían llegado a la linde del bosque. El pueblo quedaba delante de ellas. Era por la tarde y hacía frío, pero, a pesar de ello, los habitantes ocupaban las calles entretenidos con sus tareas, tratando de hacerlas lo más deprisa posible para poder regresar rápido a sus casas y calentarse al fuego. Otros irían a la taberna, como cada noche.
—¿Cuánto tiempo te quedarás? —le preguntó la mujer.
—No lo sé —confesó Aneris.
La bestia pudo leer en sus ojos la nostalgia. ¿Por su hogar? ¿Por el castillo, quizás?
—En ese caso, puedes alojarte en mi casa el tiempo que necesites —le ofreció.
—Gracias, mas no quisiera ser una molestia.
—Si lo fueras, no te habría invitado. —La muchacha sonrió—. Ya verás, hago unas setas que no podrás olvidar. —Alzó la cesta y la movió.
El panadero las vio entrar en el pueblo y se acercó y le dio una barra a la mujer.
—¿Qué tal se te ha dado esta vez?
La anciana alzó la cesta de nuevo y mostró su contenido.
—Aunque creo que las del Reino de la Aurora son mucho más sabrosas —repuso levantando la barbilla.
El hombre puso los ojos en blanco al tiempo que respondía mientras varias personas más se acercaban a escuchar.
—¿Otra vez con eso?
—¿Qué pasa? —se interesó Aneris.
—Día, que tiene una gran imaginación —explicó la mujer del panadero—. ¡No he conocido a nadie como ella!
—¿Ya estás con tus absurdas historias? —preguntó alguien.
Aneris ignoraba que aquellas personas se estaban burlando de la mujer que iba cogida de su brazo. Sus ojos mostraban unas ganas irrefrenables de saber más sobre aquellas historias.
—¿Qué es el Reino de la Aurora?
Alentada por la pregunta de la joven, la mujer, obviando a los pueblerinos, algunos de los cuales se alejaban para no volver a escuchar tal historia, le contó con voz misteriosa:
—Es un reino que yace dormido y oculto hasta que alguien rompa el maleficio. —Se escucharon algunas risillas—. Una princesa duerme en lo alto de una torre y todos los habitantes cayeron con ella en un profundo sueño. Viví un tiempo allí, hasta que me di cuenta de que vivir con gente dormida es de lo más aburrido.
—¡Medusas! ¿De verdad?
Todos los presentes rieron.
La bestia resopló y la imagen desapareció. Sabía quién era aquella vieja loca, aunque nunca había tenido la oportunidad de escuchar sus disparatadas historias. ¿Un reino oculto? ¿Gente durmiendo durante años? Se le escapó una sonora carcajada que retumbó en la torre.
Se le ocurrió una idea absurda. Como no tenía nada mejor que hacer, decidió probarla. Le exigió al espejo que le mostrara el Reino de la Aurora. En las ocasiones que le había ordenado mostrarle lugares que no existían, la luna se había teñido de negro y luego había vuelto a su estado natural. Pero no fue eso lo que pasó.
Viajó más allá de las fronteras de su reino, al reino vecino. Vio un terreno lleno de una espesa vegetación. Al principio creyó que era un bosque, hasta que, bajo la vegetación, pudo apreciar construcciones de piedra.
La anciana decía la verdad.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Teen Fiction✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...