Aneris no estaba preparada para lo que ocurrió. Ni ella ni ninguno de los presentes. La habían llamado «monstruo» y habían empezado a mojarla con agua helada y a pincharla de nuevo. Pero todo se detuvo cuando varios rugidos surgieron de la nada. ¿De dónde venían? Del bosque.
Varios pares de ojos se dirigieron a su espesura, algunos atemorizados. La arboleda parecía tranquila. Lo único que se atrevía a perturbarla era la brisa, meciendo las verdes hojas que danzaban al son de una música silenciosa. Pero todos habían oído aquellos temibles rugidos.
Una enorme y monstruosa bestia apareció de entre los árboles, galopando hacia la plaza a tal velocidad que muchos fueron los que huyeron despavoridos. Unos pocos se atrevieron a quedarse, quizás por valentía o porque el miedo los había congelado por completo, ni ellos mismos lo sabían.
La joven sirena lo veía todo borroso, pero reconoció la silueta que se acercaba. Era él. Era la bestia. Al contrario que los habitantes del pueblo, ella sintió tranquilidad al verle. No estaba segura de por qué había ido, si había sido por ella o era uno de sus pasatiempos aterrorizar a aquellas gentes, pero aun así le relajaba verle. Cerró los ojos y respiró hondo. Escuchó gritos. Ruidos estridentes cuyo origen desconocía. Más rugidos. Y más gritos. Otro sonido demasiado cerca de ella le hizo abrir los ojos. Allí estaba él, ante ella, evaluándola. Había destrozado la puerta de la jaula y tenía medio cuerpo metido. Aneris pudo sentir el calor que desprendía.
Sin mediar palabra, la cogió con la mayor suavidad de la que fue capaz y se la llevó de allí. La sirena pudo escuchar más gritos ordenando a la bestia que se detuviera, que ella les pertenecía. Pero él hizo caso omiso.
—¡Detente, bestia!
Esta voz grave y potente sí logró que parara en seco. Se giró. La joven pudo ver a un joven apuntándoles con un arma de fuego. Las historias que circulaban por el océano decían que era un arma muy peligrosa, capaz de matar de un solo disparo. Sin embargo, no sintió miedo. Su cansancio no se lo permitía.
Alguien se interpuso entre ellos y el hombre.
—¡Aparta, Día!
Pero la anciana no se movió. Aneris intentó dar las gracias a la mujer, pero solo consiguió emitir un débil gemido. No escuchó lo que Día decía ni lo que el hombre le gritaba. La bestia aprovechó la oportunidad y desapareció en el bosque.
Voces lejanas... Femeninas... Masculinas... Susurros...
Aneris abrió los ojos débilmente. Vio algo extraño junto a su cama. Varias siluetas plateadas que parecían etéreas. Dos mujeres y un hombre. De ellos provenían las voces que no lograba comprender. Quiso preguntarles quiénes eran y dónde estaba, pero sus ojos volvieron a cerrarse.
Los rayos de sol la despertaron. Eso solo podía significar una cosa: estaba en el castillo. Sonrió. Sintió una agradable sensación de seguridad y tranquilidad. Abrió los ojos y se vio sola en su habitación.
Se incorporó y apoyó la espalda en los cojines aterciopelados de la cama. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la claridad. ¿Cuánto tiempo llevaría dormida? Y lo más importante: ¿qué había pasado?
Se miró las muñecas. Todavía podían apreciarse las marcas de las cadenas. Se las acarició con suavidad. Eso demostraba que había sido real. Había estado enjaulada como si de un animal salvaje se tratara. Había sido maltratada y exhibida, había pasado hambre y frío. Sus tripas rugieron pidiendo comida. Miró a su alrededor y vio, sobre una mesita junto a la cama, una bandeja de cristal con alimentos diversos. Cogió uno de sus bollos favoritos y se lo llevó a los labios. Primero aspiró su delicioso aroma, luego le dio un pequeño mordisco, disfrutando de su sabor.
Siguió recordando los acontecimientos pasados. Día había cuidado de ella lo que había podido. Era una anciana bondadosa, muy diferente de quienes habitaban el pueblo. Aunque no podía culparlos. Si era cierto lo que Rubí le había contado, comprendía aquella aversión y fascinación por seres oceánicos como ella. A muchas sirenas y hombres oceánicos les pasaba igual con los terrestres.
Suspiró.
La bestia había aparecido en mitad de su sufrimiento. Y aunque lo recordaba vagamente, sabía que era quien la había sacado de allí. ¿Por qué? Tendría que hacerle esa pregunta en cuanto le viera.
Miró a su alrededor. Calidez y tranquilidad. Y un vago recuerdo que vino a su mente: voces allí mismo, en la habitación, junto a su cama. Personas etéreas...
Sacudió la cabeza y se frotó la frente. No podía recordarlo con claridad, por lo que no estaba segura de si había sido real. Quizás se tratara de un sueño, nada más. Había vivido tantas emociones que ya cualquier imagen onírica podía parecerle real.
¿Gente etérea?
Era una estupidez.
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La maldición de los reinos (Reinos Malditos)
Teen Fiction✨Érase una vez un reino sin recuerdos, un príncipe maldito y una princesa hechizada. Pero ¿qué pasaría si la sirenita nadara al castillo de la bestia? Aneris ansía conocer el mundo humano, y a causa de su deseo se verá envuelta en un viaje lleno de...