Capítulo 48

307 63 0
                                    


Había llegado por fin el día. Su gran momento. Iba a convertirse en rey. Sabía que todos esperaban con ganas ese acto, y no esperaba menos por parte de sus súbditos.

Después de bañarse, varias doncellas le ayudaron a vestirse con unas ropas confeccionadas especialmente para ese día: el azul oscuro y el dorado serían sus aliados en esa ceremonia. Guantes blancos para sus reales manos y zapatos negros que reflejaban a quien quisiera mirarse en ellos. Su pelo fue perfectamente colocado hacia atrás, salvo un amplio mechón que osaba cruzar su frente de izquierda a derecha. Por último fue perfumado con la mejor fragancia del reino, una a la que solo él tenía acceso por ser el príncipe y futuro rey.

Esperó a que los invitados estuvieran en la sala del trono para hacer su aparición. Sabía que todos los ojos se volverían hacia él cuando fuera anunciado y disfrutó con ser el centro de atención. Las doncellas se lo comían con los ojos, podía notarlo, y también era la envidia de muchos.

Fue saludando a los reyes y príncipes presentes, preguntando cortésmente por sus respectivos reinos, aunque sin prestar demasiada atención a sus respuestas. Lo hacía por protocolo, pero no le importaban lo más mínimo los demás reinos.

Mientras un buen número de camareros servía el vino, él se dirigió hacia donde se erigía su trono, una regia pieza elaborada con madera negra, por supuesto, la más cara y preciada de todas, y decorada con esmeraldas que reflejaban los últimos rayos de sol, los cuales se clavaban a través de las inmensas cristaleras que había a uno y otro lado de la sala. Coronando el trono había una rosa de amatistas que él no llegó a apreciar. Sus ojos estaban fijos en la mesa que había a un lado con un cojín azul donde descansaba su corona de oro blanco.

El más alto consejero y el noble más importante del reino se acercaron y se colocaron uno a cada lado.

Dijeron unas palabras a las que el príncipe Adrien no prestó atención. Se imaginaba a sus padres delante de él, orgullosos de su único hijo. Captó algo suelto, como que cuidaría del reino hasta el fin de su reinado y cosas por el estilo. Claro que lo haría. Tal y como le habían enseñado. Sonrió con orgullo.

Llegó el momento del brindis. Todos alzaron sus copas en su honor y gritaron a coro:

—¡Por el futuro rey del Reino de la Rosa Escarlata! ¡Por Adrien!

Y bebieron.

La música empezó a sonar y, como era costumbre, el futuro rey debía abrir el baile con su prometida. Pero él no la tenía.

Recorrió la enorme sala con la mirada. Vio muchas parejas y se permitió el lujo de envidiarlas. Se permitió el lujo de sentirse solo. No tenía con quién compartir aquel momento tan importante para él.

Vio a muchas doncellas, nobles y plebeyas con sus mejores galas, y princesas. Todas ellas se morían por ser elegidas para el primer baile con él. Sabían muy bien que la elegida solía pasar a convertirse en la futura reina. Se conocía como «el baile de la reina». Hasta el momento, siempre se había cumplido.

El príncipe Adrien caminó entre los invitados, observando a cada una, evaluando con su mirada quién era digna de compartir con él su primer baile y, posiblemente, un futuro a su lado.

Algunos se retiraban a su paso. Madres empujaban a hijas hacia él para que estuvieran bien visibles. Muchachos apartaban a sus parejas para que no fueran las elegidas.

Y entonces la vio.

Entre la gente, como si tratara de esconderse y a la vez quisiera ser descubierta, había una doncella que destacaba por su sencillez. No iba cargada de joyas que la hicieran brillar, sino que desprendía un brillo propio. Su cabello borgoña reposaba en su hombro izquierdo, perfectamente recogido en una trenza adornada con algunas flores plateadas. Llevaba un sencillo colgante en forma de lágrima y un delicado vestido celeste con bordados en blanco perla. El vestido se adaptaba perfectamente a su busto y caía en vuelo hasta el suelo, ocultando sus pies. Sus hombros quedaban semidescubiertos. Una fina y transparente manga llegaba hasta sus muñecas con un acabado en pequeñas perlas, las mismas que brillaban en su pecho.

El vestido era sencillo, no resaltaba sobre los pomposos y coloridos disfraces que había en la sala. Y, sin embargo, para él era el que más destacaba. Lo llevaba alguien que no quería llamar la atención. Una doncella que solo quería ser ella misma.

Y al mirar esos ojos de océano fue consciente de quién le había cautivado.

La maldición de los reinos (Reinos Malditos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora