1. Plantas

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—La asistente de la consejera Medarda quería saber si la cita de esta tarde sigue en pie —dijo un joven con fuerte acento.

—Oh, Elora, siempre tan atenta —comentó alegremente un diminuto Yordle ataviado con un traje azul—. Cuando la veas, dile que iré encantado.

El asistente del Yordle le seguía el paso apoyándose en su bastón. Leía una lista que sujetaba con su mano libre.

—También he... —titubeó el asistente sin levantar la vista del papel—. He hablado con los profesores de los doctorados en física —por primera vez, dejó de leer y guardó la lista en el bolsillo de su pantalón—. Ya han publicado las fechas de admisión, y se han repartido las tutorías.

—Buenas noticias, al fin —sonrió el anciano Yordle—. Bien, aquí es.

Se detuvo frente a una puerta, y su asistente lo miró sin comprender.

— ¿A qué se refiere, profesor?

—Viktor, muchacho, esto es una gran oportunidad. Un proyecto de investigación que he organizado, y pienso que será muy enriquecedor. Quiero que participes en él, estoy seguro de que te beneficiará.

En aquel pasillo de la gran Academia de Piltover, las oportunidades nacían con facilidad. Su decano, el profesor Heimerdinger, solía promover iniciativas que abrían puertas a todos los científicos que tuviesen una pizca de inquietud.

Viktor, su asistente, eran un joven con una gran inquietud científica. Lo había acogido por ello mismo. Cuando lo conoció, descubrió a una persona prometedora, y decidió apostar por él. Ahora lo volvía a hacer. ¿Y cuál era la respuesta del asistente?

—Muchas gracias por confiar en mí, profesor —dijo asombrado—. No le defraudaré.

—Ya lo sé, muchacho —le brindó una sonrisa de confianza, e hizo un gesto con su mano—. Adelante, ya llevamos un poco de retraso.

—Usted primero —replicó él.

Heimerdinger asintió y abrió el pomo de la puerta poniéndose de puntillas. Entró dando rápidos pasos y dejó que Viktor entrase después de él.

Aquel laboratorio estaba lleno de científicos muy diferentes. Algunos hablaban entre ellos, pero otros estaban en silencio, observando a los demás con recelo, o, en el caso de la científica más joven, los detalles más insignificantes de la sala.

—Buenos días a todos, siento la demora —dijo el diminuto decano con jovialidad—. Id tomando asiento mientras escribo algunos detalles importantes.

Los científicos fueron a por unas sillas del laboratorio y formaron una fila, entorno a la pizarra. Viktor aguardó de pie junto a ella. Cuando acompañaba a Heimerdinger, solía quedarse de pie junto a él, en silencio.

—Tú también puedes sentarte, muchacho —le dijo Heimerdinger amablemente, bajando la voz.

Él obedeció y fue hacia el final del laboratorio, caminando lentamente. Nadie había escuchado lo que el decano le había dicho, y cuando le vieron cogiendo una silla con una mano mientras que con la otra se apoyaba en su bastón, le dirigieron una mirada de soslayo, como sintiéndose culpables por lo haberle ayudado.

Pero hubo una persona que no se preocupó: era una joven de cabellos rubios tan oscuros que casi parecían castaños. No se sentía culpable, pues sabía que él podía valerse por sí mismo. Sentir lástima por él le parecía casi ofensivo.

Viktor se sentó junto a ella, la única persona que le trató como a un igual, y al cruzar sus miradas la reconoció.

Si mal no recordaba, su nombre era Mary. La primera y única vez que coincidió con ella fue en unas clases de física cuántica, cuatro años atrás, cuando tenía diecinueve años y aún era un recién llegado en la academia.

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