9. Estas calles no recuerdan mi nombre

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El sonido de la lluvia chocando con los cristales de la ventana despertó a Mary. Parecía temprano, aunque el sol no era capaz de mostrar su potencia tras las grises nubes.

Mary se sentía tan débil como el sol. Aunque estaba acostumbrada a madrugar, nunca se había despertado tan cansada.

Se incorporó en la cama y vio que la puerta de su dormitorio estaba cerrada. Frunció el entrecejo extrañada, pues acostumbraba a dejarla abierta. ¿Acaso la había cerrado y no era capaz de recordarlo?

Salió de la cama y se puso una manta por encima para resguardarse del frío del apartamento. Intrigada, giró el pomo de la puerta y escuchó el sonido de su sartén. Guardándose de abrir la puerta, escuchó atentamente a través de ella: había alguien en casa.

Sigilosamente se acercó a su mesita de noche y sacó del cajón una navaja con la que se hizo en Zaun. Se apoyó sobre la pared y abrió la puerta de golpe. En cuanto la persona que estuviese en su casa pasara por la puerta, le pondría la navaja en el cuello.

— ¿Mary? ¿Ya estás despierta?

Mary bajó la navaja confusa. Era la voz de Viktor, ¿pero cómo iba a estar él en su casa?

Dio pasos rápidos hacia la puerta y se asomó, logrando ver a Viktor cocinar unos huevos revueltos en una sartén.

— ¿Qué demonios haces? —le preguntó Mary con una descarada mueca de pura incomprensión.

—El consejo quiere vernos a Jayce y a mí ahora —dijo, dejando una espátula de madera apoyada en el borde de la sartén—. No podemos faltar, y como no podré desayunar contigo, quería dejarte hecho el desayuno.

—Eso... Eso me da igual —respondió Mary llevándose una mano a la cabeza—. Me refiero a qué haces aquí en mi casa.

Viktor ladeó la cabeza y frunció el ceño.

—He dormido en el sofá. Me dijiste que te parecía bien.

— ¿Y por qué te has quedado a dormir aquí?

—No me parecía bien que pasaras la noche sola —Viktor apagó el fuego y recogió su bastón, para rodear la cocina y acercarse a Mary—. ¿No recuerdas nada de lo que pasó anoche?

Mary perdió la vista y recordó, ligeramente, los restos de la guarida de Silco, envuelta en fuego.

El humo, los gritos, la lluvia... Todo le vino a la vez.

—Sí, ya me acuerdo —respondió apagada.

—Siéntate, anda —la invitó Viktor.

Mary se sentó, pues de repente la cabeza se le llenó de pensamientos a toda prisa, y no pudo oponer resistencia.

— ¿Cómo estás? ¿Has descansado? —preguntó Viktor, tomando él también asiento.

— ¿Dónde está el canijo?

— ¿Te refieres al chico que trajiste? Se escapó en cuanto subiste a la azotea. Podrías ir a buscarlo mientras Jayce y yo estamos reunidos.

—No creo que sea una buena idea. Porque Vander está muerto, ¿no?

—Anoche dijiste que todos estaban muertos —dijo Viktor, intentando sonar conciliador.

—Oh. Pues entonces no puedo bajar. Ya no tengo a nadie que me proteja allí.

Viktor se quedó en silencio, sopesando lo que podía hacer por ella. Se miró los pies y levantó la vista.

— ¿Sabes? Le diré a Jayce que tú también vendrás.

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