Epílogo.

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Dicen que la vida es un constante cambio de momentos y sentimientos. Que en un abrir y cerrar de ojos todo puede llegar a esfumarse, a desparecer rápidamente. El día se acaba para dar paso a la noche, el cigarro se consume y la lluvia acaba cesando. Igual que con las estrellas. Esas que pasan a la velocidad de la luz y con las que no eres capaz de pedir un mísero deseo por lo rápido que abandonan el cielo.

Hace unos meses me pasó justo eso. Tuve que abandonar Dublín, la residencia, a mis amigos... y a él. Tuve que abandonar mis sueños y dejarlos apartados de todo lo que me rodeaba porque no podemos decidir que sí nos funciona y que no. No podemos elegir quedarnos con unas cosas y no con otras.

Cuando nací mi madre me dijo: «La vida es caprichosa, es una montaña rusa, por eso tienes que aprender a sobrevivir a todos los obstáculos que decida ponerte por el camino».

Y ahora, aquí estoy, sonriendo como si fuese una niña pequeña mirando la pantalla. El principio del verano fue duro, poco a poco terminé acostumbrándome y aprendí a vivir así. Pero esto... esto es lo que creía imposible.

Mi verano fue un constante cambio de rutina. Volví a mi pequeño lugar donde todo era analizado, preguntado y observado. Sentía que me ahogaba en un vaso lleno de agua y lo único que necesitaba era un abrazo de alguien, pero en esos momentos, ningún abrazo aliviaba lo que provocaba que mi pecho se oprimiese. Parece que cambié mucho mientras estaba en la universidad, porque había veces que ni mis padres eran capaces de sanarme.

Mi abuela me preguntó varias veces el porqué de mi vuelta a Adare, pero me negué a decirle que fue por falta de dinero.

Mis padres pasaron dos meses —mínimo—, pidiéndome perdón por no poder pagarme todo lo que suponía estudiar. Y yo me pasé los dos meses exculpándolos, porque no tenían la culpa. Sé que lo pasaron mal, que buscaron mil soluciones cuando me vieron entrar en mi casa con los ojos llenos de lágrimas sin poder articular palabra, cuando les conté que echaba de menos todo lo que me ataba allí. A todos mis amigos, al chico del que me enamoré y al sueño que se vio frustrado.

Volví a hablar con Clara y le conté acerca de todo lo que supuso estar allí. Le conté sobre Liam, Yana, Landon, Eli... y sobre Dani.

Al principio, era difícil hablar de él porque fue el único con el que no he mantenido el contacto durante tantos meses, pero acabé acostumbrándome gracias a Clara, que se pasó el verano hablando de nosotras, haciendo planes conmigo y riéndonos sin parar. Fue como volver a aquellos lugares donde todo está tranquilo y donde el silencio es el mejor aliado. Ambas sabíamos que nada sería como antes de que yo me fuese de Adare, pero puede ser mejor de lo que fue mientras yo estaba en la residencia.

Noah no dejó de abrazarme los primeros días, no paró de preguntarme sobre Dani, pero no recuerdo que día dejó de hacerlo. De la noche a la mañana. Lo agradecí completamente y eso me causó un sabor agridulce, porque se dio cuenta de que algo ocurría y después de ahí, todo volvió a ser como antes. Gritos de emoción en casa, desorden en la cocina, mis padres riñéndome por algo que debía haber hecho y no hice... Fue volver al lugar donde siempre he sido feliz.

Durante el verano los chicos me mantuvieron al tanto de todo. Liam, Yana, Landon y Eli. Dani no. No recibí llamadas ni mensajes. Tampoco estuvo en ninguna de las videollamadas que hacíamos todos juntos. Simplemente despareció. Nunca supe que había pasado con él, aunque entre tanta insistencia conseguí recolectar alguna información gracias a los demás.

Liam y Eli siguen juntos. Se han pasado yendo y viniendo de pueblo en pueblo. Han viajado más en tres meses que en toda su vida. El noventa y nueve por ciento de las veces, han viajado juntos y solos. Aunque no hablase mucho con ellos esos días, pasaban fotos por el grupo que tenemos y subían alguna a Instagram. Se les veía felices y eso me hacía feliz a mí.

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