El guerrero domado (IndraHina)

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Era un ser orgulloso e independiente. Por eso, cuando esa mujer se acercó a él tan sumisa y su confesión estuvo muy tentado a atravesarla con la espada. La conocía, sabía que era una de las mujeres que reservaron como carnaza y mientras la usaban como trabajadoras para lo necesario y que los hombres descansaran durante la guerra.

Sopesó la idea de que en lugar de ensartarla con algo afiliado podía hacerlo con algo carnoso.

—Si realmente me amas como dices, deberías de ser capaz de llegar esta noche a mi tienda —retó.

No pensó que obedecería, pasando por los guardias y reptando por el lado de la tienda hasta poder entrar y, aunque estaba algo sucia por arrastrarse, no parecía para nada intimidada, aunque sí tímida. Se preguntó hasta qué punto lo sería.

—Así que has tenido valor. ¿Cuál es tu nombre?

Estaba desnudo, sentado en uno de los sillones de pieles para los altos mandos. Nunca solía usar la cama. La idea de ser atravesado mientras dormía lo torturaba.

—Hinata, señor —respondió casi sin voz.

Fue a dar un paso hacia él cuando levantó una mano para detenerla.

—Desnúdate.

Ella se llevó las manos temblorosas hacia sus labios. Los ojos muy abiertos.

—¿Señor?

—Dije: desnúdate. No hagas que me arrepienta de permitirte venir.

Tomó unos minutos para que ella obedeciera. Sus roídas ropas cayendo a sus pies sin el menor sonido de algo afilado o pesado y descubriendo una mujer hermosa, de grandes senos, caderas llenas y un centro antojable entre sus piernas.

Aún así, no se dejó llevar.

—Gira sobre tus pies.

Ella obedeció. Sus largos cabellos cubrieron su trasero.

—Retíralos —ordenó de nuevo.

Con un gesto torpe lo hizo. Tenía espalda marcada por heridas de latigazos ya curados y un trasero increíble. Sería disfrutable apretar sus nalgas entre sus dedos mientras que su miembro se adentraba en ella.

Joder, empezaba a estar duro. No obstante, su seguridad era primordial. No sería la primera vez que una mujer quería encandilarlo para luego matarle. Sin resultados, obviamente.

—Ahora, abre tus nalgas para mí.

Dudosa, Hinata bajó sus manos con suma vergüenza por su piel hasta apretar sus nalgas. No comprendía cuál era su determinación exacta, pero le obedeció.

—Cierra y abre.

Lo hizo, obediente, hasta que cayó de rodillas, jadeando avergonzada y, posiblemente, excitada. Observó que no hubiera rastros de sangre y al notar que le miraba, hizo un gesto con el dedo para que se volviera a colocar cara a él.

Una vez hecho, la observó de nuevo.

Era una visión erótica perfectamente creada para que uno no tuviera problemas para endurecerse y corresponder a esa llamada primitiva llamada deseo. Ni siquiera un hombre de guerra como era él.

—Abre las piernas y muéstrame tu sexo —ordenó con la voz más ronca de lo que le gustaría.

Ella dudó una vez más.

—Pero...

—Hazlo.

No iba a dar más oportunidades. Si debía de averiguar algo, podría destriparla y sería más rápido, aunque debía de admitir que iba a ser una lástima.

El placer pecaminoso de una HyûgaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora