Aquella que se creía invencible

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-¿Dónde estás? -susurró al vacío. Sus ojos, velados gracias al hechizo que efectuaba en esos momentos, le permitían realizar una búsqueda muy por encima de lo humanamente conocido-. No puedes escapar de mí, maldito cobarde...

Sin darse por vencida, aun si el meticuloso rastreo en el cual trabajaba desde hacía horas todavía no le daba ninguna ubicación exacta, se obligó a usar más magia, importándole poco que su cuerpo sufriera los estragos del esfuerzo que eso traía consigo. Entonces, siguió senderos inconexos entre sí, atravesó ríos, mares y montañas sin obtener ni una sola pista que la ayudara a iniciar un ataque para causar daño a gran escala.

Negándose a darse por vencida, destruyó dos barreras protectoras que no la llevaron a ninguna parte, más que a burdos espejismos del castillo al cual le seguía la pista tan insistentemente. Ella sabía que su presencia no era bien recibida, y el dueño de esa basura de metal, haría hasta lo imposible por mantenerla lejos de su alcance.

Decepcionada por el pobre resultado, no le quedó más remedio que ordenarle a sus centinelas y espías seguir con la labor, mientras ella recuperaba energías.

En el instante en que rompió la conexión, dejó escapar una larga bocanada de aire antes de retirar el catalizador que utilizaba sobre el rostro para aumentar sus habilidades de rastreo; tras asegurarse de colocar el antifaz -cuyo blanco e inmaculado material parecía hielo sólido- sobre un almohadón de seda, la mujer de largos cabellos blancos y ojos azules se llevó una mano a la frente. Otra noche más de fracasos.

¿Cuántos años había sucedido lo mismo una y otra vez? Demasiados, concluyó. A tales instancias, comenzaba a creer que solo podría atrapar a su presa si esta cometía algún error: un error estúpido que tarde o temprano le costaría la vida.

Porque él sabía que lo buscaba: también tenía claro por qué y cuáles motivos le impulsaron a perseguirlo costara lo que costara.

Con una creciente sensación de rabia dentro del pecho, Lady Blavatsky se puso en pie. Acto seguido, se dirigió a los mapas desplegados sobre la inmensa mesa ubicada en el centro de la habitación, el cual era el único mueble además de unas cuantas sillas de hierro forradas en terciopelo rojo.

Con cuidado, como si conociera cada línea de memoria, trazó las zonas marcadas en rojo, las cuales simbolizaban cada conquista exitosa tras incontables batallas, donde el enemigo nunca tuvo la oportunidad de oponerse ni escapar.

Resultaba irónico, concluyó.

A través de los siglos, Lady Blavatsky fue testigo del surgimiento de incontables reinos, pero, a su vez, también contribuyó a sus inminentes caídas en más de una ocasión. Gracias a ello conoció muy de cerca lo que era el caos, la desesperación y también la muerte. En cada una de esos hechos nunca cambiaba nada: siempre era la misma historia, aunque en diferente época.

En un mundo corrupto donde el poder lo era todo, los hombres caían fácilmente seducidos ante la obtusa fantasía de erguirse como gobernantes absolutos sobre el resto de las especies, incluida la suya propia. Y eso, como resultado, les llevaba a cometer terribles monstruosidades sin remordimientos ni culpas.

Con expresión impertérrita, Blavatsky deslizó las yemas de sus dedos sobre las fronteras de los países cuya voluntad, de momento, todavía no lograba doblegar. Sería cuestión de tener paciencia, concluyó displicente. En su juventud fue capaz de doblegar a más de un monarca: ¿por qué habría de ser diferente ahora?

Con la presión adecuada en el momento propicio, temerosos y asustados, la desesperación los llevaría a tomar decisiones equivocadas. En base a su experiencia, un pueblo que se sintiera oprimido y sometido a las injusticias de sus gobernantes, era capaz de provocar tanto o más daño que un ejército invasor.

El corazón del mago Where stories live. Discover now