Capítulo VII: Dothrakis contra mercenarios

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El sol se alzaba por el este, tornando todo el cielo de un color anaranjado con su resplandor. Toda la Compañía Dorada parecía lista para partir. El tronco en donde Jon Connington había sido decapitado lunas atrás aún estaba en la mitad del campamento, hogar de muchas moscas desesperadas por la sangre ya seca. Sin embargo, dentro de su tienda, el rey se estaba preparando, poniéndose su jubón con los colores de su casa.

—¿Por qué cree que Myr aceptará, majestad?— preguntó Edavro, mientras que le daba a Daemon la espada Blackfyre.

—Porque deben hacerlo— respondió con seguridad, saliendo de su tienda —. Tenemos un contrato con ellos, y aunque nuestra intención es romperlo, ellos lo harán primero.

—¿Dice que los hará romper el contrato para no hacerlo usted?

—Exacto. Después de todo, sigo siendo un mercenario— dijo con una sonrisa orgullosa en el rostro.

Llegaron al exterior de la tienda principal, en donde a Daemon lo esperaba un semental negro como la noche, con una silla de montar que alternaba entre negro y rojo, y su armadura se basaba en imitaciones de alas de dragón hechas en acero negro.

—Diles a Herrath y Rylon que iré al centro de Tyrosh— pidió, montando su caballo.

—Como ordene, majestad.

Daemon cabalgó todo el recorrido de la playa hasta llegar a las rocas que hacían el camino de las calles de Tyrosh. Agradecía que su caballo tuviera la capacidad de adaptarse tanto a la arena como a las rocas, pues otro ya se habría desplomado tras el esfuerzo que era llevarlo en su lomo a través de la arena.

Las miradas de los tyroshis se alzaban para ver al Blackfyre, aquel bello joven que vestía, como siempre, aquel jubón carmesí con el dragón negro bordado, con su platinado cabello brillando ante el sol, y sus ojos de color violeta opaco. No era usual verlo por las calles de Tyrosh, mucho menos sin acompañante.

El dragón, por su parte, no veía la ciudad con la impresión que ellos, los tyroshis, hubiesen querido aparentar, todo lo contrario, veía apenado como una ciudad con tanto potencial era paseada por amos con sus esclavos detrás, apenado por ver a niños recostados, famélicos, y luego, como si fuera poco, al girar su cabeza hacia la derecha, vio como tres nobles se vendían esclavos entre sí. Sabía que si su plan salía como planeaba, no volvería a verlo.

Se limitó a apretar la mandíbula y aceleró el paso de su caballo al golpearlo gentilmente en las costillas. Y al cabo de un rato, su apresurado galope se hizo presente en la mansión del actual arconte de Tyrosh, Syranio Fyllos. Aquella mansión era casi idéntica a la de Illyrio Mopatis en Pentos, sólo que algo más pequeña y con colores aún más estridentes.

—¡El gran Daemon Blackfyre!— se oyó la ruidosa voz de Syranio desde la puerta de su hogar, escoltado por dos esclavos —¿O debo decir "Rey Daemon"?— era un hombre alto y delgado, de cabello inhumanamente brilloso, piel rojiza, sonrisa encantadora y una lengua filosa, aunque un hombre inesperadamente confiable.

—Siempre seré Daemon para ti, Syranio— aseguró con una fingida sonrisa, mientras que bajaba de su corcel.

—Al fin y al cabo las cosas nunca cambian, dicen— el tyroshi se acercó al platinado con una sonrisa, probablemente igual de fingida que la de Daemon, pero eso no le impidió acercarse a él amistosamente —. Y dime, ¿qué trae a Su Majestad a mi humilde morada?— preguntó, mientras que ambos comenzaban a subir las escaleras para llegar al interior de la mansión.

—Nunca creí que lo diría, pero política— respondió, mirando de reojo la Torre Sangrante en el puerto de la ciudad.

—Espero que sea un asunto diplomático.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora