Capítulo XXXIX: La batalla de Meereen

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Irri y Jhiqui lo ayudaban a colocarse su armadura. Las inexpertas dothraki no sabían muy bien como anudar esas piezas metálicas para que no estén ni demasiado tirantes ni tan sueltas, por lo que tardaron más de lo que a Daemon le agradó, pero no tenía quién más lo ayude en esa tarea. Edavro ya formaba parte de los capas negras, o bueno, eso pretendía, por lo que su trabajo como escudero había cesado debido a los arduos entrenamientos de Rylon.

En esa mañana, todos los comandantes se habían reunido para divagar los distintos tipos de estrategias cuando se escuchó un fuerte estruendo proveniente de las murallas. Todos salieron al balcón para ver de qué se trataba.

—¡Nos atacan!— avisaron los vigías. Eran catapultas las que chocaban contra los muros —¡Vienen barcos por el río!

—No lograrán derribar la muralla— dijo Rylon.

—No quieren derribar la muralla— corrigió Jon —. Quieren derribar la puerta. Los impactos son en las torres de los arqueros. Deben tener un ariete.

—Rylon, Gusano Gris, lleven sus hombres a las puertas, que los reciban allí y que no quede nadie vivo, yo me uniré a ustedes— ordenó Daemon —. Jon, comanda a los arqueros y a las catapultas aquí dentro. Edavro, te daré a 500 hombres para que con ellos hagas que todos los ciudadanos estén seguros. Envía a todos a sus casas o llévalos a refugios. Muévanse, todos.

Inmediatamente todos comenzaron a obedecer las órdenes que Daemon les había dado. La pirámide se convirtió en un campamento de soldados. Las personas iban y venían, los criados llevaban y traían suministros, los nobles se escondían o salían a los balcones para mirar, y entre todos ellos caminaba el Blackfyre, más estresado de lo normal.

El constante choque entre las placas de su armadura avisaba que llegaba, por lo que las personas se habrían paso para no chocárselo. Decidido salió de la pirámide en dirección a la plaza que se erigía frente a ella, pero al salir se encontró con un escenario grotesco. Los ciudadanos corrían en dirección a sus casas, pero los vástagos de los Hijos de la Arpía se metían entre ellos y les cortaban el cuello, sea quien sea.

Por un instante, Daemon miró su alrededor. Los impactos de las catapultas hacían retumbar la ciudad, las personas corrían desesperadas de un lado hacia otro, podía sentir como las tropas enemigas se acercaban a la ciudad, los gritos agonizantes de las víctimas lo aturdían, Daenerys no aparecía, sus dos mejores guerreros tampoco, hacía perdido dos dragones, Herrath y Barristan estaban muertos, cada vez estaba más lejos de Westeros, todo eso era su responsabilidad, su culpa. 

Bueno, ya no.

Dejó caer el casco que llevaba en una mano y con la otra desenfundó a Blackfyre. Él solo se adentró en la multitud de la plaza, rodeado de personas, pero enfocado en sólo aquellas que portaran una máscara. Su hoja se atravesó en el pecho de uno de ellos, y pudo sentir toda la frustración latir desde la punta de su espada hasta su corazón.

Los hijos de la Arpía atacaban desde las sombras con sus dagas envenenadas, pero era el brillo de sus máscaras de bronce lo que hacía que Daemon los viera antes de que siquiera lo tocaran. Con movimientos fuertes, rápidos y precisos, Blackfyre desgarró, penetró y arrancó tantos músculos como para su portador fuera necesario. La sangre caía del cielo como lluvia mezclada con arena y polvo. 

Dejó clavada su espada en uno de los tantos cuerpos que ahora yacían a sus pies. Apenas se le podía distinguir el rostro, pues estaba cubierto de sangre que rápidamente se secaba con el sol y arena. Su cabello había perdido su tan inmaculado platinado, pero era evidente que no le importaba. Tenía los ojos anormalmente oscurecidos, fijos en los cuerpos que acababa de asesinar. Los contaba, quería contarlos uno a uno. 

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora