Zona IV: Pecado.

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La monja ingresó a la iglesia como era de costumbre. Esta vez visualizando desde las grandes puertas de la iglesia al rusoe Estaba sentado en la banca donde ella rezaba diariamente, a un costado a la derecha. Estaba solo, no había nadie.

Caminó a paso lento, haciendo que sus pisadas con aquellos zapatos nuevos se pudieran escuchar hasta los rincones más alejados de la iglesia.

Saludó al ruso, dándole los buenos días, la palabra del señor y una inclinación. Rusia volvió a asentir de manera fría y distante.

La mujer se colocó en su lugar, repitiendo las mismas acciones de siempre; arrodillarse, sacar el rosario y rezar.

Iba por la mitad cuando escuchó una gruesa pero cálida y protectora voz que había decidido romper el armonioso silencio que había estado presente ya por algunos minutos entre ellos.

─── Me gustaría... Cambiarme a tu religión.

Habló sin pena ni vergüenza, pero sentía la mirada cargada de furia de su Dios por la nuca, hasta había empezado a sudar.

La monja lo miró totalmente sorprendida, confundida, con sus labios entreabiertos y aún conservando la posición en la que estaba. Rusia le devolvió la mirada, en silencio.

─── ¿Disculpe?

preguntó después de unos minutos, con un tono tartamudo que pudo disimular rápidamente.

─── Quiero saber de tu Dios, de tu religión.

─── Pensé que ya practicabas ésta religión... Tu Dios debe de estar furioso con tu petición...

Negó con la cabeza, reposando su espalda en la banca, dirigiendo su mirada al techo.

─── No tengo religión, no soy practicante ni comparto la palabra de Dios.

Mintió descaradamente.
Le ardía la garganta, una saliva caliente y ácida se retenía en el lugar, sin poder salir. Se aguantó las ganas de toser.

Argentina se levantó sin apuros, juntando sus propias manos y dejándolas posar en su vientre.

─── Si estás dispuesto, estaré muy contenta de ayudarte.

Sonrió. Una sonrisa pequeña pero al mismo tiempo grande y amplia. Sus mejillas tenían un tono rojizo casi invisible, estaba conteniendo la emoción.

El ruso no podía evitar sonreírle, se le hacía tan inocente... Un cordero de Dios.

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