Capítulo II

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Odia madrugar.

Desde que era un niño pequeño.

Su madre se levantaba a las ocho de la mañana, encendía el reproductor de CD y elegía el mismo disco de Alejandro Sanz. Preparaba su desayuno, mientras entonaba las canciones que despertaban a todo el vecindario, pero con las que él ni se inmutaba. Cuando la manecilla del minutero del reloj rozaba la media hora, su madre recurría a su último recurso.

Cosquillas.

Y él daba un salto, digno de unos juegos olímpicos, mientras se quejaba a gritos.

Al empezar su carrera de historia en la Universidad Autónoma de Madrid, se mudó con su hermana a un piso demasiado pequeño para las dos. Todas las noches, se aseguraba de tener activadas sus seis alarmas, cada cinco minutos, ni uno más ni uno menos. Le faltaban dedos de las manos para contar los días que no llegó a clase, después de posponer todas sus alarmas.

Por suerte, después de graduarse no tuvo que madrugar más porque trabajaba por las tardes en la biblioteca del barrio.

Y ahora mismo, puede maldecir a quién sea que este golpeando la puerta de su habitación.

—Raoul, un presidente de España no puede levantarse después de las siete de la mañana —canturreó Aitana.

Maldijo las miles de veces que pidió una hermanita pequeña a sus padres.

—¿Y tirarle un vaso de agua a su hermana? —preguntó con voz ronca.

—Si quieres que publique tus fotos de bebé en la bañera...

—Estoy fuera de la cama. Espérame en el salón, mientras me visto.

—Ponte guapo para tu primer día como presidente —rió la joven.

Sus labios se alzaron en una sonrisa al escuchar la palabra presidente, pero se desvaneció al recordar el comentario que hizo su jefe de seguridad sobre su ropa.

Idiota.

Se levantó de la cama con energías renovadas y buscó entre toda la ropa que le habían traído desde su casa. Eligió unos vaqueros negros y una sudadera azul con el nombre de su universidad en letras blancas.

Iba a demostrarle a Agoney que la ropa no le definía como persona. Sería un buen presidente con sus zapatillas de deporte, sus vaqueros, sus tatuajes y su aro en la oreja.

No iba a cambiar ni una peca de sus mejillas.

Iba a sumergirse en un mundo de intrigas, de secretos susurrados en pasillos. Opositores con lengua de víbora, que le observarían hasta encontrar una grieta para romperle. Y periodistas que bucearían en su pasado para encontrar un oscuro secreto que sirviera como munición para atacarle.

Sería fuerte, más fuerte que ellos.

No dejaría que eso le cambiara.

No lo conseguirían.

Ni ahogarían su voz, ni doblegarían sus principios.

Y eso empezaba por no cambiar su vestuario por los comentarios clasistas de su jefe de seguridad.

Un golpe en la puerta interrumpió el hilo de sus pensamientos.

—Adelante.

—Disculpe, presidente...

Se giró para mirar a la mujer al escuchar su tono nervioso. Parecía incómoda y avergonzada, mientras evitaba levantar la mirada del suelo. Casi podía asegurar que un sonrojo bañaba sus mejillas.

Entonces se percató de que estaba desnudo de cintura para arriba.

—No me he dado cuenta —murmuró, cubriendo su pecho con rapidez.

—No se preocupe, presidente —le tranquilizó con una sonrisa—. Quería saber si necesita ayuda para vestirse.

—No es necesario, Clara. Lo he hecho solo desde pequeño.

—Me ha llamado Clara —dijo y él notó que parecía sorprendida.

—Es su nombre, ¿no? —preguntó, esperando no haber confundido su nombre con otro de las decenas que escuchó ayer y trataba de memorizar.

—Lo es, pero al presidente anterior pareció no importarle —respondió—. Nunca se lo aprendió. Supuse que usted sería igual.

—¿Nunca se aprendió su nombre? —preguntó como si no la hubiera escuchado.

No podía creerse que una persona fuera incapaz de hacer el mínimo esfuerzo de recordar el nombre de otra. Y mucho menos si esa persona dedica gran parte de su tiempo a preocuparse por ti y a atenderte.

Era una falta de respeto y una absoluta carencia de educación.

—Ni una vez en los cuatro años que trabajé para él.

—No ocurrirá conmigo. Se lo aseguro, Clara.

La mujer sonrió. Tendría cerca de sesenta años y un aspecto dulce que le recordaba vagamente a su abuela.

—Me alegra escucharlo, presidente.

—Raoul, por favor.

—Debería ir a desayunar, Raoul. Se hace tarde —aconsejó con una pequeña sonrisa.

Engulló unas tostadas con mermelada de arándonos, un bol de fresas con chispitas de chocolate, un zumo de naranja y un café con leche fría y dos cucharadas de azúcar. Recordó que debía darle las gracias a Gladis, la jefa de la cocina. Era increíble que hubiera memorizado sus comidas favoritas, cómo le gustaba el café, el arroz o el punto al que prefería la carne. Ni siquiera se sorprendió cuando encontró hipopótamos de kínder sobre su escritorio, lo que sí le sorprendió fue encontrar a Agoney sentado sobre su cama.

—Hola —susurró. Su jefe de seguridad le miraba fijamente y sin saber la razón se sintió nervioso e intimidado por el profundo mar que eran sus ojos.

—Hola. Creo que debemos presentarnos formalmente y hablar de lo que pasó ayer.

—Sí, estoy de acuerdo. Creo que es necesario disculparse.

—Muy bien —dijo Agoney, satisfecho—. Te escucho.

—Es obvio que quien debe disculparse eres tú.

—¿Disculpa?

—Sí, justo eso, pero sin el tono de pregunta.

—No voy a disculparme.

—¿Por qué no? —preguntó Raoul—­. Tú fuiste el grosero y el que quería instalar cámaras en mi habitación.

—Sigo pensando lo mismo y voy a instalar las cámaras.

—¿Tienes algún tipo de fetiche con ver a la gente cambiarse de ropa y roncar mientras duerme? Porque eso es lo que veras en las imágenes de las cámaras.

—Es solo vigilancia.

—No, es invasión de mi intimidad y no voy a consentirlo.

—¿Sabes que puedo obligarte a ello?

—¿Sabes que puedo despedirte?

—No te atreverás —amenazó Agoney.

—Pruébame —murmuró Raoul entre dientes—. Ahora, sal de mi habitación. 

Bajo las luces de MadridWhere stories live. Discover now