Entrega
Sus ojos de un tono verde claro capturaron mi atención de forma inmediata. Su cuerpo estaba estructurado como una pieza esculpida por los mismísimos dioses. Su cabello rojo y rizado era como el fuego acertado que combinaba con su personalidad. Su voz tersa e impetuosa provocaba en mí una preocupación desalentadora que se clavaba en mi pecho. Su rostro fuerte y seco era capaz de achicar al más valiente. Sin embargo, yo no era valiente.
Ese ente era casi perfecto, pero impuro a la vez. No era su físico, ni mucho menos sus poderes increíbles lo que le causaba ser defectuoso. Ella no era perfecta debido a que sus creadores así lo habían deseado. Dirigí la atención a otro lugar. Las cortinas rojas y largas adornaban elegantemente el cuarto y la alfombra color vino daba el toque exquisito. La sala del trono era espaciosa y denotaba los gustos de la mujer llamada Gea. Me moví hacia el extremo oriente y encontré un espejo detrás de uno de los pilares. El reflejo sonreía con malicia.
"Bastante plano para mi gusto", pensé juguetón mirándome. Escuché los pasos de Gea que se aproximaron a mí. Yo me acerqué más al vidrio y contemplé con sumo interés mi imagen falsa.
—Si lo que dices es verdad, Troopsad, entonces, ¿dónde está?
Su voz seductora me obligó a entrar en un trance.
Lo primero que noté en aquella figura que ahora usaba y que se reflejaba fue un par de ojos azules cargados de seguridad.
"Dulce".
Me percaté de que Gea se detuvo a casi un metro de mi lugar. Era bastante claro; ni ella, ni las otras, estaba convencida de mis palabras. La visita a su hermana mayor no había funcionado de nada. Volví el interés al espejo y ahora contemplé mi cabellera rubia que caía debajo de mis orejas sin orden. Claro que mi cuerpo parecía frágil, pues era delgado y sin estética varonil.
"Jovial".
—Alguien más la tiene.
Mentí. Esa era mi especialidad. No, tal vez no era mentir; quizás omitir los detalles era la forma más apropiada para referirse a mi mejor arma. Observé interesado las facciones de mi rostro, todas como si hubieran sido elegidas con suma cautela: una boca chica, ojos grandes, cejas delgadas, una nariz un poco respingada y pequeña y las orejas medianas. Y, sobre todo, una sonrisa incansable.
"Irreal".
A decir verdad, no era una imagen muy convincente.
—¿Quién la tiene? —insistió la mujer.
Volteé mi rostro y me encontré con una mirada cargada de enojo. Gea no se andaba con rodeos, y, para fortuna de ella, yo tampoco. Suspiré con fuerza y me acerqué a una mesita de trofeos y admiré las réplicas de las insignias. Cada que veía dichos objetos mi piel se erizaba. Todas tenían una forma representativa hecha de pequeñas figuras geométricas que creaban animales: una serpiente, un león, un búho, un lobo, una lagartija y una tortuga.
—Una de ellas —repliqué con un tono plano.
Cada una de estas figuras tenía un misterio que me fascinaba y al mismo tiempo me quemaba. Las dudas llegaban y me golpeaban como sirenas de alerta. Cada una de ellas tenía una razón oculta. Era imposible no dejarse llevar, debo advertir. Pero algo tenía muy en claro: el poder superficial, controlable y sin valor, no era mi objetivo.
—Troopsad, sólo dime quién y te dejaré ir sin ningún rasguño —la voz femenina sonó fría y directa.
Pasé la mano por una de las insignias. Su belleza radicaba en su poder, en su locura y en su existencia misma; no obstante, era su sola presencia la que había transformado a estos seres en mis enemigos.
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La Hermandad: el descubrimiento
Science FictionPrimer libro de la saga: La Hermandad Cuando Ted Troopsad abrió los ojos lo que encontró no fue su habitación. Ahora estaba en una capilla repleta de simbología ajena a su conocimiento, llena de derrumbes, balas de cañón y una guerra. ¿Estaba soñand...