2 - Bienvenida a Las Cumbres

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Savannah – siete años

Había pasado más de un año desde que su familia se había mudado definitivamente a Las Cumbres y la Omega de ojos verdes no sólo ya había perdido totalmente el miedo sino que ahora se sentía como pez en el agua deambulando de aquí para allá por calles, senderos y bosques. Sus padres le habían dicho la verdad: ese pueblito era tan pequeño y seguro como si todo el lugar fuera el jardín de la casa de su abuela, donde ella y su familia vivían desde que habían vuelto de Los Cerezos.

En Las Cumbres todos se conocían y eran, para bien y -desgraciadamente- también para mal, una gran, gran familia. En el lado bueno de la balanza podemos acomodar a los adultos, que montaban una silenciosa red de seguridad alrededor de los niños, y cuando los pequeñines andaban por la calle, paseando por el bosque o incluso chapoteando en uno de sus tantos ríos, docenas de ojos les echaban una miradita vigilante. Era, palabra más, palabra menos, como si vagaran dentro de un set como el de 'The Truman Show', sólo que más grande, muchísimo más verde, y con montañas y ríos reales. Lo malo, ¡qué decirles!, como en todo pueblo pequeño, no podías tirarte un pedo (disculpando la expresión) sin que se enteraran hasta en la última casita en la falda de la montaña. Insoportable.

Sin embargo, habría que poner otra moneda en el lado de: 'lo bueno'.

Sí, otra vez; y la razón era que los vecinos se ayudaban entre sí. Las Cumbres era un paraje turístico, con menos de mil quinientos habitantes, alejado de las grandes ciudades, con apenas una salita de primeros auxilios, algunas tiendas de ropa que se dividían en 'de trabajo y para todos los días' (la mayoría), una sola para turistas ('Outdoor'), dos para niños, una para bebés, dos restaurantes (uno de ellos para turistas), una tienda de golosinas y chocolatería, dos heladerías, dos parrillas (lo mismo que con los restaurantes, una estaba destinada a los turistas), una fábrica de pastas, tres panaderías, dos rotiserías, cuatro tiendas de productos regionales, dos cafeterías, cuatro almacenes, un minimercado y una ferretería. Ah, sí, también estaba la iglesia, el correo, algunos hoteles lindos y varias hosterías baratas; y claro está, el ayuntamiento. Y no, no había policía. ¿Para qué si todos se conocían? En síntesis, lo que se dice una economía muy, muy pequeña que sobrevivía gracias al turismo.

Esa tarde Savannah estaba sentada en el parque frente al acantilado, bajo la famosa pérgola rococó y a pocos metros del monumento que el municipio había erigido para celebrar uno de los acontecimientos (sino el principal) que por fin había puesto a Las Cumbres en el mapa: la proposición de matrimonio de Alejandra Hereford a Catalina Aberdeen. En la escultura de mármol blanco, la aristocrática Omega se arrodillaba con su vestido de novia igual que aquel día, y frente a ella, la gran Alfa de Lily Paradise la miraba con ojos enamorados. La imagen reflejaba con asombrosa exactitud el romántico momento. Había docenas de registros fotográficos. Al escultor no le habían faltado referencias para replicarlo.

Para los habitantes del pueblo esa escultura tenía otro significado, uno mucho más importante y romántico: era el lugar donde todas las parejas iban a formalizar sus compromisos. Con el paso de los años se formó la leyenda que, si l@s novi@s se comprometían junto a Alejandra y Catalina, tendrían un matrimonio sólido, próspero y feliz como el de ellas.

Con semejante leyenda a cuestas, por supuesto que ese sitio también era el preferido de Savannah, así que esa tarde estaba sentada en uno de los bancos de madera que balconeaban al acantilado, y más allá, a las montañas azuladas y sus cumbres eternamente nevadas. De tanto en tanto la Omeguita giraba la cabeza y suspiraba contemplando a esa pareja tan enamorada, deseando para sí misma que alguna vez alguien la amara con tanta pasión como Catalina a su Alejandra.

No estaba sola. Sentado a su lado estaba Tommy, su mejor amigo, un Omega con el que había congeniado al poco tiempo de empezar la escuela y que adoraba a Savannah porque la pequeña, al contrario que la mayoría de los de su casta, era, entre otras cosas, jodidamente valiente.

Lo que recuerdo de ti (Omegaverse Yuri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora