37 - El domingo en la mansión Tarentaise

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Catrina se despertó a las cinco de la mañana. El sol apenas asomaba tímidamente por detrás de las cumbres siempre nevadas cuando el canto de los pájaros le anunció que era momento de levantarse. Estiró brazos y piernas en un placentero desperezo y se tomó unos minutos para mirar por el inmenso ventanal que ocupaba todo el largo de la habitación. Le gustaba estar en Las Cumbres, o mejor dicho, le encantaba. Las Tarentaise vivían en Lily Paradise, una ciudad que con el tiempo se había convertido en un paraíso Alfa. Un lugar repleto de parques con frondosa arboleda, enclavado en medio de bosques, montañas, ríos y lagos inmaculados. Lo dicho, un paraíso. Sin embargo, en ese pequeño y rústico pueblito, envuelto de silencio, de infinitos pinares que se mecían suavemente al viento, era el lugar donde se sentía más cómoda y serena. Era el sitio más jodidamente perfecto para una Alfa, lástima que su empresa (y las de los demás de su casta), estaban todas radicadas en la ciudad.

A veces pensaba que Casey había sido más inteligente que ellas, o tal vez fue la única que realmente abrazó su verdadera naturaleza. La cachorrita siempre quiso regresar a Las Cumbres, ya sea por los recuerdos de su infancia, por Savannah, o porque allí se sentía en paz consigo misma, ya que lo de Alfa, a la menor de las Tarentaise le sobraba por todas partes. Casey era una mujer serena, alegre, infantil, bonachona, inocente, completamente alejada del carácter violento y explosivo de su especie. Trabajaba con ellas en la semana, cumpliendo su horario a rajatabla; pero los viernes por la tarde (cuando no los jueves, si le tocaba el último día libre) a las 18:01 -en punto- después de saludarlas abandonaba la oficina corriendo, subía hasta la terraza de la Torre Tarentaise saltando los escalones de diez en diez y se zambullía dentro de su helicóptero para perderse en las montañas. Aquellas veces que se llevaba a una Omega tampoco se demoraba mucho más, lo suficiente como para ser cortés y no arrastrar a la chica por las escaleras, que es lo que realmente quería. La recibía en su despacho, le invitaba una bebida y luego la conducía hasta la terraza en ascensor; así que en lugar de despegar a las 18:03, Casey levantaba vuelo a las 18:50 o 19:00, nunca más tarde que eso.

Catrina se inclinó para dejarle un beso en la mejilla a Lizbeth (que lo agradeció con una sonrisa silenciosa sin siquiera despertarse), apartó las sábanas, y luego de una muy breve escala en el baño bajó descalza a la cocina en su corto camisón de seda.

Caitlyn y Casandra ya estaban sentadas en la mesa, mordisqueando unos trozos de carne fría que habían sobrado del día anterior. La jefa del clan se sentó, no en la cabecera sino en uno de los lados de la mesa rectangular, a la izquierda de Caitlyn y estiró un brazo para tomar un pedazo de carne de la bandeja. Las tres estaban con los cabellos alborotados y los ojos somnolientos. Sólo se habían lavado los dientes y poco más.

Cuando estaban en Las Cumbres, las cuatro bajaban a la cocina en cuanto se despertaban, les encantaba ese intervalo en el que desayunaban a solas en la mansión, era como volver a su infancia. Era un momento íntimo, de manada, una tradición que repetían una y otra vez sin haberse puesto de acuerdo, porque les salía del alma.

-¿Dónde está la cachorrita? -preguntó Catrina en medio de un sonoro bostezo. Enseguida levantó una pata de pollo y arrancó toda la carne de un mordiscón. Adoraba esas chanchadas que sólo podía permitirse cuando estaba a solas con sus hermanas.

Casandra apuntó con un hueso de costillar hacia arriba, concretamente a donde estaba la habitación de Casey. No podía hablar, tenía la boca completamente llena. Otra que estaba feliz de comportarse como si recién hubiera salido de una cueva (si te vieran tus glamorosas esposas, chica).

-¿Guieddes gue da busgue? -ofreció Caitlyn mordisqueando otro costillar, yendo y viniendo por el hueso como si fuera el carro de una antigua máquina de escribir.

Catrina negó con la cabeza, tragó el enorme bocado pollo con fuerza para poder hablar, pero en lugar de ingerirlo, la bola se le atascó en la garganta y empezó a toser y toser. Enseguida empezó a golpearse el pecho con un puño, pero no había caso, esa gigantesca masa semitriturada estaba clavada en su pescuezo como si hubiera comido cemento.

Lo que recuerdo de ti (Omegaverse Yuri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora