PRÓLOGO

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KILLIAN

No había ninguna posibilidad de escapar. La mujer que estaba a mi lado estaba acojonada. Tenía un corte en la pierna, yo en el costado. Chorreábamos sangre y manchábamos el suelo por dónde íbamos. Sus ojos verdes oscuros me miraban a través del pelo negro que la caía sobre los ojos. Me acordaba muy bien de este sitio. Aún estando abandonado sabía perfectamente dónde me escondía de pequeño. Donde conocí a su madre... donde mataron a la mujer con quien tanto me había entendido.

—Kill...

Alcancé su cuerpo, estrechándola contra mí. Había veces que me sacaba de quicio, pero otras en las que la veía como realmente era: un ser humano.

—Tranquila, estamos a salvo. —Dije, acariciando su espalda. Estaba temblando.

—¿Cómo lo sabes?

Sus ojos me transmitían un montón de emociones, todas inconexas entre ellas: miedo, esperanza, tristeza, decepción..., amor...

—Somos soldados de la UICT. Somos los mejores de nuestra generación. Saldremos de aquí, de una forma u otra.

Entonces, unos disparos empezaron a sonar en el lugar. Nos habían preparado para situaciones como esta, para enfrentarnos al enemigo. Para atrapar y encarcelar al malo. Sí, sabía que al principio yo no era así. Sabía que me había metido a la UICT por orden de mi padre, por vengar a Arianna. Por el odio que les tenía a los Caruso. Pero ahora... Ahora estaba enamorado, joder.

—¡Killian!

Me harté. Le di una patada a la puerta desde dentro para salir del cuarto donde siempre me había refugiado de mi propio padre. Porque cuando murió su esposa se convirtió en un auténtico monstruo. Y así fue como me crió, fue en lo que me convirtió. Seguí la voz de Vitali que no dejaba de gritar mi nombre una y otra vez, esperando a que saliera y diera la cara frente a los padres de la mujer que amaba. Me dirigí al salón principal, todo estaba hecho una mierda. Esa mansión llevaba demasiado tiempo abandonada, ya no era lo que había sido hace veinte años.

—¡Killian! —Volvió a gritar Vitali.

Entré en el salón principal, ahora hecho una ruina, iluminado únicamente por la luz del amanecer que pasaba a través de la madera que tapaba los huecos de las ventanas. Mi padre estaba completamente solo a sus espaldas. Por otro lado estaban los italianos. Los tres me miraron sin bajar las armas. La familia Caruso apuntaba a mi padre, mi padre les apuntaba a ellos. La radio sonó en mi cadera.

—¡Capitán! ¿Se encuentra bien? ¿Está la teniente Caruso con usted? —Preguntó otro de los capitanes de la central. No reconocí la voz en ese momento, lo único en lo que podía pensar era en la sandez que estaba a punto de cometer mi padre.

—Baja el arma. —Ordené mirándole fijamente—. Volkov, baja el arma o disparo.

—¿En serio me dispararías? —Preguntó, con tono y expresión de burla. Este capullo me cabreaba cada vez más—. ¿A tu propio padre?

—Llevar tu apellido de mierda no me convierte en tu hijo. Si me hubieras criado como un padre de verdad, si me hubieras querido o dado cariño alguna vez en tu mísera vida me atrevería a decir que eres mi padre. Pero no. Para mí no eres más que el mayor criminal de Rusia. —Dije, delante de los padres de Sienna.

Estaban hechos una mierda, la cara amoratada, cortes por sus torsos y piernas. Los brazos llenos de quemaduras. Y aún así ahí estaban los dos, apuntando a mi padre. Ese cabrón les había maltratado, pero sabía que no les mataría. No hasta que matase a nuestro punto débil: Sienna. El señor Caruso me miró con los ojos abiertos, mientras que su mujer solo bajaba la cabeza. Ella lo sabía, ella sabía quien era desde el principio. Porque fue con ella con la que hablé cuando era pequeño, el día en el que en esta casa hubo la mayor matanza del país. Rusos e italianos murieron en la batalla que toda Rusia denomina como la "guerra sangrienta de Rusia".

SIENNA CARUSO ©Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ