El monstruo de las pesadillas (8)

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Natalia.

—¿Es virgen? —pregunta el hombre con barba de dos días y ojos marrones. El corazón se me encoge y las manos me tiemblan. Cuando me mira, le aparto la mirada. No quiero que me descubran, supuestamente música en los auriculares.

El resto de personas, hombres concretamente que llenan el bar en el que estoy, me miran de arriba abajo. Me siento... manoseada con tantos ojos sobre mí. Dentro hace calor, pero me pongo la sudadera.

—Por supuesto ¿Por quién estás tomando a mi hija?

—Te doy trescientos.

—No acepto menos de quinientos. Sólo tiene trece años —contesta el monstruo de las pesadillas—. Es mi última oferta.

—No te voy a dar quinientos. ¿Te has vuelto loco? Por ese dinero busco a alguna zorra con experiencia que sepa darme lo que busco.

Algo se estremece en mi interior cuando supongo de qué están hablando. No me puedo creer que se atrevan a hablar así de las mujeres como si sólo importara el placer que ellos quieren sentir, como si, las niñas no pudiéramos ser niñas a ojos de depravados como ellos, como si... estuvieran dispuestos a todo, incluso a matar. Se creen superiores y nadie les va a hacer cambiar de pensamiento, porque no existe algo más allá que ellos en la escala de valores.

Cuánto más me adentro en la mente del monstruo de las pesadillas, más miedo siento.

Me quedo paralizada por unos segundos, apenas puedo pestañear.

—Te arrepentirás —le dice el monstruo de las pesadillas.

—Quinientos —repite el hombre, con burla, mientras se aleja. Cuando pasa por mi lado me guiña un ojo y con un gesto me indica que me quite un casco. Lo hago—. ¿Te gustaría venir conmigo a... mi casa? Vivo cerca, tengo videojuegos.

Maldito cerdo.

—No —mascullo, con el ceño fruncido. Él me imita el gesto, se le arruga la nariz.

—¿Estás segura de que no quieres?

—Déjala en paz, capullo —masculla el monstruo de las pesadillas, con tranquilidad. Al mismo tiempo que habla, se ríe. Y bebe cerveza. Ni siquiera me dedica una mirada.

No quiero estar aquí.

Me acerco a la barra del bar, dónde él se encuentra. El camarero, amigo suyo, me sirve un vaso con refresco de naranja. Cuando me fijo en el contenido, veo los hielos caer al fondo del vaso. Nunca lo había visto. Algo me lleva a mirar encima del mostrador, dónde el camarero me mira con una sonrisa esperando que de el primer trago, pero no veo nada, tampoco sé qué estoy buscando, pero nada de lo que sucede me parece normal.

—Voy al baño —anuncio. Y desaparezco antes de que el monstruo de las pesadillas pueda decir nada.

Me encierro en el interior. Echo el pestillo. Saco el móvil del bolsillo de mi pantalón y busco en el navegador el significado de que los hielos no floten en un vaso. Descubro que se debe a que la bebida está adulterada.

Me están intentando drogar.

Y, por tantas películas, conozco el final.

Tengo que salir de aquí cuanto antes.

Siento mis piernas fallar y mis puños cerrarse con fuerza. Las uñas se clavan en las palmas de mis manos. Respirar se vuelve tarea para profesionales. Trato de conectar con la única parte consciente de mi cerebro, esa que me impulsa a mantener la calma. Apoyo la espalda en la pared y echo la cabeza hacia atrás. Al clavar los ojos en el techo veo un detector de humos. Y algo se despierta dentro de mí.

Recuerdo que el monstruo de las pesadillas me ha pedido que le guardara el mechero en mi mochila. Lo saco, arranco un cacho de papel higiénico y, después de siete intentos, consigo hacer que al pulsar la piedra del mechero salga una llama. La acerco al papel. Me subo sobre la tapa del váter y estiro el brazo con cuidado de no caerme. El humo es notable. Se cuela en el detector y suena un pitido de lo más molesto.

En cuestión de segundos, empieza a salir agua.

Y salgo gritando:

—¡Fuego!

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now