20. La novia del capitán

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Me siento una sardina apretada en una lata mientras soy empujada por las puertas dobles de uno de los gimnasios

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Me siento una sardina apretada en una lata mientras soy empujada por las puertas dobles de uno de los gimnasios. No hace falta caminar, la multitud te arrastra tal cardumen y, como si de verdad estuviera bajo el agua, me empieza a faltar el aire. Por suerte una mano aparece entre los cuerpos y cierra los dedos alrededor de mi brazo antes de jalar con fuerza.

—¿Desde cuándo los partidos de voleibol son tan concurridos en esta universidad? —Intento recuperar el aliento.

Karma rueda los ojos porque la respuesta es obvia para ella.

—Desde que Meyer es el capitán.

Qué sorpresa.

La sigo a través del pasillo entre la cancha y las gradas, que no tardan en llenarse. Al final, cerca de una de las entradas cerradas al público, está el puesto adornado con banderines amarillos y rojos. A diferencia del especializado en comida india que tienen en el parque, este vende hotdogs, dulces y gaseosas de todo tipo, cuyo olor se impregna en el aire. No importa que se trate de básquetbol, fútbol americano o ajedrez; la familia de Karma debe tener algún tipo de trato con la facultad, porque son los únicos que tienen permitida la venta de alimentos en los juegos.

Además de Paco, aunque su negocio entra en un rubro diferente.

Nunca había asistido a un juego antes, pero el ambiente está cargado de electricidad. Los fanáticos parecen chihuahuas inyectados con cafeína. No pueden mantener sus traseros en los asientos; se pasean de arriba abajo y de izquierda a derecha por las gradas, con guantes de hule o los brazos llenos de comida que distribuyen entre sus amigos y familiares. Las gorras giran en todas direcciones, en la ansiosa búsqueda de dar con los jugadores. Las conversaciones se funden con risas y cánticos emocionados.

De un salto me siento en la esquina del mostrador mientras Karma atiende a los clientes que estaban esperándola porque decidió acudir a mi rescate.

—¡Damas y caballeros, bienvenidos al partido inaugural de la temporada! —grita a través de los parlantes el presentador, que no es más que un estudiante de periodismo que necesita algunos créditos extras—. ¡Jugando como visitantes, recibamos con un fuerte aplauso al equipo masculino de Betland, los Halcones!

Una docena de muchachos vestidos de rojo y blanco se unen a los árbitros y entrenadores que los esperan. Las palmas de los espectadores chocan entre sí con respeto, pero no se compara al estallido que ensordece mis oídos cuando los chicos de nuestra universidad ponen un pie sobre la cancha.

Entiendo al instante por qué todos parecen locos por los Fénix.

Envueltos en uniformes negros avanzan en un triángulo perfecto liderado por su capitán, que tiene una pequeña banda negra que mantiene el cabello apartado de su rostro. En lugar de lucir ridículo hace suspirar a más de un admirador. La camiseta se ciñe a sus hombros como una segunda piel y sobre las rodilleras deportivas los pantalones cortos muestran sus trabajados cuádriceps. Nunca pensé que las piernas de un hombre podrían parecerme atractivas hasta ahora.

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