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Dylan.

Agarro el móvil en un arrebato y marco el número de teléfono de mi padre. Me lo acerco en la oreja y comienzo a escuchar el pitido que conecta nuestras líneas. El silencio se hace eco de mi oído. Nadie dice nada, pero le escucho respirar.

—Feliz cumpleaños, papá.

—Gracias, Dylan. Creí que...

—Que no tendría el valor para llamar, lo sé.

—No. Creí que estarías molesto, que no querrías hablar conmigo.

—Lo estoy, papá. O sea... —me froto la cara con exasperación—, sí, joder. Eres mi padre. Nada de lo sucedido va a cambiar lo vivido, pero necesito un respiro. No he procesado la información hasta ahora, que es cuando hago balance de lo bueno y lo malo.

—Entiendo... ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Cuándo la conoceré? A tu chica.

—No lo sé, ya sabes que no quiero volver a Nueva York.

—Ya...

—Papá, no mereces que te amargue el día. Disfrútalo.

—Hijo —hace una breve pausa—, no te alejes de Gia. Por favor.

—Siento no estar a la altura, hasta luego.

Cuelgo antes de que pueda responder.

La gran parte de la población de este planeta justifica su mala conducta como padres con la excusa de que, al crear el mundo, el universo no les mandó un manual de cómo hacerlo sin errores. Sería más honesto por su parte si, en un arrebato de sinceridad, se limitaran a decir que lo hacen lo mejor que pueden y aunque fallan, continúan intentándolo. Pero no. El orgullo de los adultos prevalece ante la inocencia de los niños.

¿Quién habla de esa persona de manos diminutas, voz aguda, sonrisa traviesa e ideas alocadas? Podría ser mi descripción si le concretamos que... bueno, mi padre tenía obsesión con engominarme el pelo y ponerlo de punta. A mi madre no le gustaba, decía que parecía un demonio. ¿Se veía reflejada en mis pupilas? ¿Acaso tenía miedo de que pudiera parecerme a ella?

Nunca nadie me dio un manual para ser buen hijo. Y quizás he fallado en el proceso. Lo sé, aunque mi padre lo niegue. No puedo dejar de pensar que ella se fue por algo que yo hice... no sé el qué, ni cuándo, ni por qué..., sólo sé que es más sencillo echarme la culpa a mí que pasarme los días de mi vida odiando a una persona que me ha sacado las mejores de mis sonrisas.

Al nacer me hubiera gustado saber que no era necesario tener contento a todo el mundo. Papá quería que practicara un deporte... mamá quería lo contrario y, en el fondo, lo único que disfrutaba eran los entrenamientos caseros con ese viejo loco. Mi abuelo decía que algún día llegaría a pelear dentro de un rin, yo nunca me he visto capaz de ello. Me bloqueo. Justo antes de cruzar la meta hasta mis sueños, mi cuerpo se paraliza. Algo así como le ocurre a Natalia con el miedo... el problema es que ella ha sabido avanzar y yo me he quedado ahí, quieto, en el centro del mundo, en el momento justo en el que mi padre colgó los guantes de boxeo por última vez en el perchero de la sala de abajo, subió las escaleras hasta el salón y me dejó ahí, peleando, solo. Contra mis miedos, inseguridades y sueños. En frente del espejo, con unos guantes que habían pasado de ser más grandes que mi cabeza a tener un tamaño que podría aplastar con la suela de mis zapatos sin esfuerzo.

Era grande, pero pequeño por dentro.

Son las nueve de la noche, mañana nos espera un largo viaje en coche hasta llegar al lugar del concierto y tengo a Zack en mi sofá sentado, con los ojos muy abiertos y con una lata de refresco en la mano argumentando las razones por las que tenemos que ir a una fiesta de disfraces abierta a todos los públicos en una casa de pijos. Lara, disfrazada de una especie de duende maquiavélico finge escucharle con los ojos cerrados, haciendo muecas. Natalia permanece ojiplática, sentada en el suelo con las piernas cruzadas.

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now