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Natalia.

Hace bastante tiempo que no camino sola de noche, bajo la luz de la Luna y las estrellas, las mismas que imagino que siguen encima de mí, en el cielo, porque no las veo. Hay mucha luz. Demasiada para mi gusto. Amo escribir en el ordenador a las tres de la mañana cuando todo está oscuro. Andar ante la atenta mirada de la Luna y los murciélagos que sobrevuelan la ciudad. Reír contemplando el firmamento. Bailar Daydreaming de Harry Styles abrazada a mi peluche de confianza, mientras suena sólo para mí, en mis auriculares. Tambalearme de un lugar a otro sintiendo la música sin miedo a nada. Sin miedo a sentir.

En medio de la noche, en la oscuridad más absoluta no existen heridas, los moretones no se ven y las marcas o relieves de la piel a causa de las cicatrices no se aprecian. El ojo humano se adapta a la luz que hay en el ambiente, pero no está preparado para ver más allá de lo que no hay a simple vista. Como dicen, ojos que no ven, corazón que no siente.

En la oscuridad me miro en el espejo y sonrío. Por eso, el problema nunca han sido las noches, sino los días. Porque a plena luz del día las heridas son visibles y los reflejos dolorosos. El problema llega cuando cierras los ojos y te encuentras con la oscuridad no deseada. Ahí solo deseas que haya luz. Y cuando la hay, vuelta a empezar.

No hay quien entienda al ser humano.

A lo lejos veo a un chico rubio con aires despeinados, una camiseta ancha de color blanco con estampados de tablas de surf y unas bermudas vaqueras que distan de ajustarse a su cuerpo. Zack siempre lleva la ropa una talla o dos más ancha.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, sin saludar.

—Estaba dando una vuelta.

—¿Te ha llamado Dylan?

—Por lo que puedo comprobar, tú no tenías intención de hacerlo.

Pongo los ojos en blanco y sigo caminando, sin rumbo. Zack parece no saber dónde vamos, pero le da igual. Al fin y al cabo, si nos tenemos que perder, que sea juntos.

—Si fuera un hombre no tendría este problema.

—¡Es injusto! —grito, con la voz aguda—. Esto no debería de ser así. Yo debería de poder salir de noche sola, sin necesidad de que un chico me acompañe o... avisar a alguien para que se aseguren de que he llegado sana y salva a casa. Aunque en mi caso... bueno —me atraganto con mi propia saliva—, no creo que el peligro estuviera en las calles.

—La vida en sí es injusta, Natalia. No te esfuerces en entenderlo. Ojalá todo fuera diferente y no hubiera personas comportándose como verdaderas bestias con las mujeres, pero tú sabes mejor que nadie que en esta sociedad todavía queda mucho camino por recorrer.

—Sigo sin entenderlo —suspiro—. Sigo sin entenderos, a vosotros. A Dylan y a ti —Zack se ofende, porque alza una ceja y frena en seco sus pasos. Volteo para verle y me encojo de hombros—. ¿Qué? Aquí no me siento indefensa.

—Define ese aquí.

—Aquí, en Nueva York. Nadie me conoce más allá de ser escritora o un intento de actriz fracasado porque un director de pacotilla la tomó por tonta y jugó con sus sueños. He caminado ¿Cuánto? ¿Quince minutos? Y no me ha pasado nada. No me he encontrado con nadie. Me he sentido en paz. Aquí, lejos de Madrid y de Vancouver, todo es diferente, no existe el monstruo de las pesadillas, ni Tyler. Las personas se dividen en buenas y malas. Tengo las mismas posibilidades de sufrir que el resto de la población.

Zack abre la boca y la cierra. Le observo. Lo vuelve a hacer. Se rasca la nuca. No me mantiene la mirada.

—No necesito que digas nada, Zack. Pero, ya que estás aquí, podríamos buscar un sitio en el que poder tomar algo. No me apetece volver a casa tan temprano.

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now