FINAL

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Natalia.

Veo tierra firme desde la ventanilla del avión.

La pista de aterrizaje y despegue del aeropuerto de Nueva York es... diferente. Creo que la de ningún aeropuerto es bonita. Matilda de Harry Styles suena en mis auriculares. En el asiento de delante hay un niño que no supera los tres años que me saca la lengua por encima del respaldo cada vez que su madre se despista. Yo hago lo mismo. Río. Está haciendo más amena la espera por el retraso del avión. ¿Será una señal de esas de las que hablan los libros? ¿Debería salir corriendo y bajar de este maldito cacharro?

Los pasajeros no hacen más que hablar de su destino. Ellos pronuncian Madrid, pero yo sólo escucho «infierno». Habría que estar loco para pensar que vuelvo al sitio del que me escapé por mérito propio.

El móvil vibra y cierro los ojos con fuerza, mientras apoyo la cabeza sobre mi mano. Subo el volumen de la música. Me duelen los oídos, aunque menos que el corazón. Si las canciones superan el volumen de mis pensamientos, habré conseguido lo que me he propuesto. Disfrutar del vuelo, escribir y permanecer tranquila. No quiero mirar la pantalla del móvil, que se enciende cada pocos minutos. No quiero darme de bruces con la cruel realidad, el dolor y debilidad que me hace sentir él, el monstruo de la realidad y su alter ego.

Tyler sabe que vuelvo a Madrid, lo ha visto en el acta de testigos del juzgado.

No sé lo que estoy haciendo.

No tengo la certeza de que al otro lado del charco encuentre mi lugar, no después de haber confundido tantos lugares, personas y canciones con hogar. No creo que pueda llamar refugio a nada en esta vida después de él. Sus brazos, ese espacio-tiempo en el que sentía que la vida ya no podría hacer de las suyas. Que el dolor desaparecía.

—¡Déjame en paz! —mascullo, nada más descolgar la llamada entrante. No me he molestado en mirar la pantalla. Al otro lado, silencio—. El avión no ha despegado. Llegaré a tiempo.

—¿A tiempo para qué?

Esa voz. La voz. Su voz.

Mi corazón palpita de forma arrítmica. Lo siento en la garganta.

¿Cómo he podido ser tan...? ¡Joder! Tendría que haber imaginado que sería él.

—¿No aprendiste nada la vez volando de Los Ángeles a Vancouver? El móvil se pone en modo avión. Si no lo haces, podría causar interferencias con la cabina del piloto —no soy capaz de articular palabra. Él suspira—. ¿A dónde vas qué tienes tanta prisa?

—Si sabes que mi deber como pasajero es establecer el modo avión ¿Para qué me llamas, Dylan? ¿Ha ocurrido algo?

—Eso me pregunto yo ¿Está ocurriendo algo?

—No.

—Permíteme dudar de tu palabra —carraspea—. «Déjame en paz». Has dicho eso textualmente. Si está ocurriendo algo que yo no pueda saber, si estás en peligro o si... esos cabrones te están haciendo sufrir a escondidas del mundo, habla. Dímelo. Y haremos lo que esté en nuestra mano. Pero habla, Natalia.

—No digas tonterías.

El niño de delante me saca la lengua, pero no le devuelvo el gesto. Frunce el ceño, arruga el gesto y me da la espalda. Le escucho quejarse. Su madre le quita importancia. Cuando me doy cuenta, Dylan sigue hablando. La azafata anuncia que el problema se ha solucionado. El avión despegará en los próximos diez minutos.

—Perdona, se corta. ¿Qué estabas diciendo? —le digo.

—No te vayas —me pide, con dureza.

—No me hagas esto, Dylan. Por favor.

—Quédate conmigo.

Por mucho que me duela, no respondo.

—¿Por qué no me pides que te espere? —continúa. Le escucho sorber su nariz.

—No me parece justo —digo, por fín.

—Quédate —me ruega con esperanza una última vez.

—Eso no va a pasar. No puede pasar. Si me quedo, nunca podré correr a tus brazos de vuelta. Los desgastaré, Dylan. Siempre ocurre. El dolor desgasta. Y no quiero que lo nuestro se deshaga así.

—Entonces dilo —espeta.

—¿El qué?

—¡Dilo! —grita. Me despego el teléfono de la oreja—. ¡Di que no me quieres!

—Pero es que yo no...

—¿Ves? —chista, con chulería—. No eres capaz.

Quizás el monstruo de las pesadillas tenga razón. Nunca seré suficiente para nadie.

—Pero yo... —no me salen las palabras.

Él gruñe al otro lado de la línea.
Joder... yo le quiero. Le quiero mucho.

—¿Por qué ahora, Dylan? ¿Por qué así? ¡Has leído el papel que te he dado! No entiendo... —contengo las lágrimas—. No te voy a decir eso.

—¡Tú te vas! Y yo me quedo aquí... ¡Sólo! Me hago cargo de las noches en mi habitación, de las películas en mi apartamento, de las calles que llevan nuestro nombre, de las canciones que gritan el tuyo, de las horas en las que me despertaba de madrugada y estabas tú. ¡Me quedo con todo y tú te marchas! —le escucho dar un golpe al volante, porque suena el claxon—. Eres egoísta... —su voz suena tan... rota—. Así que, por favor, hazlo. Si me has querido, si me quieres... sólo dilo. Son tres palabras. Di que no me quieres. Lo necesito, tengo que olvidarte, Natalia. ¿No lo entiendes? Nunca volverás. Ellos no dejarán que lo hagas.

Decido hacerle el favor.

Que me olvide.

Que sea feliz, sin mí. Con eso me basta.

—Dylan Brooks

—¿Sí?

—No te quiero, no te he querido y nunca te querré.

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now