El monstruo de las pesadillas (10)

451 26 3
                                    

Natalia.

Los párpados me pesan. No puedo abrir los ojos y cuando lo hago, el techo no me resulta familiar. No es el de mi habitación. Vuelvo a cerrarlos, tengo que estar soñando. Una mano se posa en mi brazo y me agita con suavidad. Creo que es mi madre. Huele a su perfume.

—¿Cómo estás? —pregunta, con una voz dulce.

—Bien —consigo pronunciar, aunque no sé si me ha escuchado o si me ha entendido, porque no responde—. Estoy bien.

Abro los ojos. Al hacerlo, descubro que a mi lado está mi madre, pero que al otro lado de la cama hay un hombre con bata blanca y una carpeta en la mano, que en las sábanas que me arropan hay escrito el nombre de un hospital y que esto ni de coña es mi cuarto. Levanto la cabeza de la almohada con dificultad y alcanzo a ver mis brazos. Tengo vías en ambos.

—Tengo mucha sed —informo. Mi madre me acerca la botella de agua, me incorpora y me ayuda a beber. Llevo tanto sin beber que apenas puedo tragar. El médico me observa y escribe en su carpeta—. ¿Qué hago aquí?

—Has tenido un intento autolítico.

—¿Qué? —no me atrevo a indagar.

Mamá y el médico salen de la habitación. A través del cristal los veo hablar. Unos minutos después, cuando mamá vuelve, lo hace con una sonrisa amarga.

—Qué susto nos has pegado... no puedes volver a hacer esto.

—Hablas de ello como si no hubiera sido consciente de lo que he hecho.

—¡Te has intentado quitar la vida! —parece muy afectada, pues está a punto de llorar. Mi cuerpo no es capaz de mostrar emociones. Quiero llorar, pero no puedo. Ladeo la cabeza para leer el medicamento que cae gota a gota por el gotero que está conectado con mis venas y suspiro. Ese maldito medicamento, otra vez—. Es por tu bien.

—Aumenta el riesgo de suicidio. ¿Has leído el prospecto?

Mi madre no responde, sólo me mira. Y eso me pone nerviosa. No recuerdo bien qué hice, tampoco sé si quiero saberlo.

—¿Por qué lo has hecho? —se atreve a preguntar—. ¡Pide ayuda!

—He pedido ayuda a gritos, mamá. Desde que tengo uso de razón y conciencia de lo que sucede en mi vida —suspiro—. Las señales están ahí. Entiendo que tú finjas y hagas como que no existen, pero ¿Los demás? No es normal tener ataques de ansiedad cada día, no poder dormir porque las pesadillas atormentan tu subconsciente con momentos de la realidad, no confiar en nadie, tener miedo a opinar libremente, llorar hasta quedarme dormida, no poder concentrarme en los estudios y aun así aparentar que todo está bien, asustarse cuando alguien levanta la mano de más, taparse los oídos cuando las personas gritan o huir del mundo cuando me preguntan acerca de mi estado de ánimo

—Si no hablas, no podemos ayudarte.

—¿Podéis? ¿Quiénes? —me ofendo—. ¿Tú y quién más? ¿El monstruo de las pesadillas? ¿Los profesores? ¿La familia? —me froto la cara con desesperación—. ¡Se han tapado los oídos cuando he gritado!

—Es momento de denunciar, Natalia.

Me quedo callada. No tengo palabras para responder a su propuesta. Al cabo de unos minutos, rompe el silencio.

—¿Por qué lo has hecho? —repite. Tengo la sensación de que quiere escuchar una respuesta diferente a la que antes he dado. Como si quisiera saber la realidad, la de verdad.

—Si no lo hacía yo, lo haría él —mi voz se quiebra—. Cada día me asegura que acabará conmigo.

—Eso no va a pasar.

—¿Quién me asegura que no mientes? ¿Qué no lo dices por agradar mis oídos?

—No estás sola, hija.

Mi madre me agarra la mano. Una lágrima recorre mi mejilla hasta fundirse con mis labios, dejándolos húmedos.

—Estoy aquí, siempre estaré aquí.

—¿Y si no es suficiente conmigo? ¿Y si se propone terminar contigo? —mi madre ahoga un sollozo y suspira—. No soy la única que tiene que pedir ayuda, mamá.

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now