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—¿En qué momento acepté a hacer un camino de cuatro kilómetros junto a un crío de tres años?

—¡Ey! ¡En diciembre cumplo cinco!

—Como sea.

Nicaise, con una mirada que Laurent no desearía ni a su peor enemigo, aprieta el paso y le saca la lengua a Jord mientras lo adelanta. Al igual que en los últimos meses, Laurent es el responsable de cuidar de su sobrino en casi todo momento. Normalmente se encargaría él solo de este tipo de tareas; hacer la compra, entregar el correo, acudir a la escuela... Pero últimamente el ambiente en el país es muy tenso. Hace ya meses que nadie de su pueblo va al colegio -el puente que los comunica con la ciudad más cercana fue bombardeado por los americanos- y hay redadas sorpresas casi todos los días de la semana. Los alemanes parecen empezar a ser conscientes de su derrota en la guerra, y los pocos alimentos no perecederos que se producen en Holanda son enviados a Berlín. Como consecuencia, el racionamiento está al mínimo y apenas hay comida para la población.

Es por eso -entre otras cosas- que Laurent ha traído a Nicaise consigo. Le da miedo dejarlo incluso un pequeño rato a solas en casa, y además, dado que las ruedas de su bicicleta siguen pinchadas, la opción de recorrer el trayecto pedaleando queda descartada. Así que aquí están los tres dando un agradable paseo por las afueras de Hoern; ellos porque necesitan comida de la granja de los Van Dijk, Jord porque tiene un asunto de extrema importancia que atender. Pero ahora que ambos llevan andando cerca de una hora al corto ritmo de los pasos de su sobrino, las opiniones del inicio comienzan a flaquear.

—Si lo hubiera sabido, habría venido en otro momento —confiesa el rubio con un suspiro diez minutos más tarde, cuando los entusiasmados gritos de Nicaise les indican por fin la llegada a su destino; una modesta casa en el horizonte con dos figuras trabajando la tierra de la entrada.

—¡Hola, señora Van Dijk! ¡Buenos días, señor Van Dijk!

Su sobrino revolotea por el camino de tierra hasta llegar a Sophie, quién deja caer las herramientas al suelo y lo recibe con los brazos abiertos.

—Hola renacuajo, ¿cómo que tú hoy por aquí?

—Tío Laurent tiene rota la bici, así que pensó que podría acompañarle.

La cara de Nicaise es tan angelical que Laurent, con tono jocoso, no puede evitar añadir—. Tampoco es como si no hubieras estado llorando una hora entera para venir conmigo.

—¡Eso no es verdad! ¡Yo ya no lloro!

Laurent pone los ojos en blanco -aunque ni eso oculta la patente adoración que siente por él- y le entrega al matrimonio tan discretamente como puede, una lista de todo aquello que le urge en casa.

—¿Por qué, Nicaise, no me acompañas a recoger las cosas y de camino visitamos a Dolly? —le propone Sophie—. Te ha echado mucho de menos estos días.

—¿Dolly? —repite, los ojos brillantes ante la promesa de una nueva compañera de juegos—. ¿De verdad?

Medio segundo más tarde, su sobrino ha desaparecido de la vista de todo el mundo. La pareja lo sigue hacia el interior de la vivienda y Orland, que lo supervisa todo desde lo alto de las escaleras, no puede evitar sonreír, gesto que muta en sorpresa cuando su mirada choca con el seco asentimiento de Laurent; ninguno esperaba encontrarse aquella mañana.

—¿Todavía empeñado en acabar con la vida de todos los jóvenes de la redonda? —le pregunta a modo saludo nada más atravesar el umbral de la puerta.

La mueca de su boca es burlesca, pero el tono con el que lo pronuncia es tan afilado como podría ser un puñal. Orland no responde hasta que no ha comprobado, de nuevo, que se encuentran a solas. Hasta que no ha cerrado las ventanas y expandido las cortinas, con los tres de ellos atrincherados en su habitación.

—Más bien intentando salvar a todo un país.

La sonrisa que Laurent le dedica es encantadora—. Pues no parece ir demasiado bien.

Casi se alegra cuando dolor constriñe la cara de amigo, aunque, de nuevo, Orland no muerde el anzuelo. Se pregunta que sintió al escuchar lo sucedido en el sureste de la comarca; soldados alemanes enfadados, sus compañeros del movimiento creyéndose héroes y una plaza con cuatro cadáveres holandeses putrefactos. Se pregunta si no se cansa aunque sea un poco de intentarlo, de perder a gente continuamente. A Laurent la guerra le parece eterna, y no ve el final por mucho que la radio diga lo contrario. Puede que los alemanes estén debilitados, pero también más violentos y crueles que nunca.

—Guárdala en casa esta noche —es todo lo que musita Orland tras rebuscar en el interior de una almohada. Un sobre sucio, arrugado y desgastado es todo lo que le entrega a Jord—. No la abras, y que nadie te vea con ella. Mañana a primera hora tendrás que entregársela a Paul Vans en el muelle. Te estará esperando, no te preocupes—. En una voz más suave, añade—: No deberías tener ningún problema.

—Lo sé. Gracias, Orland —contesta con voz tomada Jord—. Lo haré lo mejor que pueda.

Hay un halo de tristeza y pesadumbre en la habitación que no puede explicarse muy bien, pero que todos lo sienten. Laurent, concretamente, no puede parar de pensar en la carta y en sus dos amigos siendo asesinados. En otra persona más de su entorno muerta por culpa de los alemanes y de la resistencia. Muerta por una mísera carta. Y está tan enfadado porque Orland le dé recados a Jord... Se suponía que las cosas no iban a ser así. Que al menos uno de ellos no lo abandonaría.

—¿Por qué no me das a mí ningún otro encargo? —se oye a sí mismo preguntar, escupiendo veneno a todo su derredor—. Así podrás conseguir que nos maten de una vez por todas a los tres.

Nadie va a morir. Nunca permitiría que aceptarais una misión...

—¿También le dijiste eso a los fusilados de la semana pasada?

Orland da unos pasos atrás como si lo hubieran abofeteado, y aprieta con fuerza los dientes.

—No todos somos como tú, Laurent. No tenemos la sangre fría para ver como mutilan a nuestro país desde la comodidad de nuestra casa. Prefiero morir por una buena causa y que gracias a ello se salven vidas que...

—¿Qué que? ¿Que no hacer nada y sobrevivir? ¿Que tener en cuenta que esto no es un juego y que hay gente que...

—¡BASTA! —La voz de Jord se abre camino entre ambos. Parece cansado -la realidad es que todos lo están y mucho- y pálido, con la respiración acelerada. Sin embargo, la feroz expresión que reviste a su cara les indica que no hay vuelta atrás en su decisión—. He venido aquí porque he querido. Nadie me ha coaccionado, nadie me ha obligado. Estoy aquí, simplemente, porque quiero ayudar. Y estoy harto de vuestras peleas. Los dos sois unos malditos egoístas.

Jord abandona la habitación de un portazo, enfadado y Orland se derrumba en la cama y se tapa los ojos con las manos. Pero Laurent, ni aun así, puede dejarlo pasar.

—Lo matarán, y será solo tu culpa —le advierte con su mirada más gélida—. Sabes tan bien como yo que él no sirve para esto.

No espera a recibir respuesta. Para él, los alemanes y los rebeldes no se diferencian en gran cosa; todos terminan haciendo exactamente lo mismo. Matar y morir.

—Nicaise, ¡nos vamos!


Cuatro cadáveres decoran la fachada del ayuntamiento la mañana del día siguiente; el del señor Hans, el de alguien que solo conoce de vista, el de Paul Vans y, cerrando la fila, el de su amigo Orland.

De alguna manera lo supo. Supo que algo malo pasaría; que aquella sería la última vez que los tres se encontrarían en un mismo sitio y al mismo tiempo. Lo notó en la forma en la que sus pies trastabillaron al atravesar el umbral, en la mirada temblorosa del señor Van Dijk y en el pesaroso silencio del día siguiente que inundó su casa.

Sólo que se equivocó de persona.

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⏰ Last updated: Jan 04 ⏰

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Si puedo evitar que un corazón se rompa; captive prince fanfictionWhere stories live. Discover now