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Esa misma mañana, Megumi se había despertado siendo un chico normal. Y ahora se encontraba encerrado en una armario con un convicto, en el módulo siete de la prisión estatal, mientras los pasillos se volvían un caos y la sangre regaba el suelo.

Se encogió, temeroso. Todavía sentía la necesidad de correr atrapada en sus venas, en cada parte de su piel y extremidades. Sorbió por la nariz, escuchando cómo los pasos del otro lado de la puerta desaparecían arrastrándose a algún otro lugar.

Miró al convicto que tanto le había llamado la atención apenas media hora atrás, cuando habían intercambiado miradas de curiosidad.

El mundo en el que se habían visto por primera vez ya no existía, pero de algún modo seguía siendo la misma persona.

Llevaba el típico uniforme naranja que lo cubría de tobillos a cuello, con el número 1170 en una etiqueta en el pecho. Sukuna Ryomen se bajó la cremallera del uniforme hasta la cintura, mostrando una camiseta blanca de manga corta debajo, empapada en sudor.

Sencillas y gruesas líneas negras delineaban un rostro astuto y afilado, recorriendo su mandíbula, el puente de su nariz de forma horizontal, adornando el centro de su frente como una corona lúgubre. Más tatuajes se transparentaban bajo la tela de su camiseta. Tenía una cicatriz curvada debajo de uno de sus ojos, y unos iris de intenso color rubí que se encontraban con los suyos.

—¿Estás bien? —preguntó Sukuna, apoyando el antebrazo sobre su rodilla alzada. Su otra pierna estaba extendida, llevaba botas negras.

Megumi se miró las manos. Se habían raspado un poco con la caída, pero estaba bien. Estaba de una pieza y eso ya era mucho en esa catastrófica situación a la que habían sido arrojados. No tenía heridas, ni... mordeduras o puñaladas. Un tipo había querido apuñalarle en el comedor, pero había salido corriendo. Estaba ileso.

—Sí —asintió con la cabeza, tragando saliva —. ¿Y tú?

Supuso que preocuparse por quien le había salvado la vida dos veces era justo. Si quisiera dañarlo, ya lo habría hecho, ¿cierto?

—Yo también estoy bien —Sukuna frunció el ceño, desviando la mirada a un lado, pensativo —. Eso de ahí fuera... esas cosas no están... vivas.

Sonaba a locura, pero era verdad.

—No puede ser —Megumi se abrazó a sí mismo, temeroso —. No tiene sentido...

Ambos lo habían visto. Una navaja hundiéndose en el corazón de alguien que siguió andando, cráneos abiertos, mandíbulas desencajadas. Rugidos, pasos siguiendo presas, como si fueran depredadores.

Permanecieron un rato en silencio, asumiendo lo que ocurría. Hacía poco que habían estado intercambiando miradas en el taller de empatía y ahora... habían perdido sus roles como personas, como profesional y convicto, como seres humanos. Y cada vez que cruzaban una mirada, ésta estaba teñida de confusión y melancolía.

Akari Nitta, su supervisora, había sido atacada frente a él. Megumi recordó de forma vívida como un tipo había arrancado parte de sus labios de un salvaje mordisco, llevándola al suelo para acabar con ella.

Estaba llorando de nuevo. Nada tenía sentido. Quería volver a casa, abrazar a sus perros, cenar con su padre, llamar por teléfono a su hermana mayor.

—Son zombies —susurró, sorbiendo por la nariz —. Estamos perdidos, estamos...

Enmudeció al escuchar gritos de fondo. Ni siquiera podía tener un momento de paz para entrar en pánico. Otra vez tenía ganas de encogerse en cualquier lugar y llorar. Siempre había sido un chico sensible, del tipo que reprimía sus emociones frente a los demás y lloraba tapándose con una almohada. ¿Ese chico se había quedado atrás también? ¿Había muerto?

Jailbreak || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora