El monstruo de las pesadillas (13)

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Natalia.

Hoy las estrellas brillan diferente. Me encanta admirarlas durante horas. En la ciudad no puedo hacerlo, hay mucha luz, por eso aprovecho cada noche durante las vacaciones en el pueblo. El abuelo se escaquea de fregar los platos después de cenar y mientras su hijo, el monstruo de las pesadillas y mamá discuten, la abuela grita y el resto no colabora en la convivencia, nosotros salimos de casa con un helado en la mano y nos aislamos de la luz. A su lado, la oscuridad no me da miedo. Empiezo a sospechar, tras nueve años de vida, que me da miedo cuando el monstruo de las pesadillas está cerca. Todavía no lo sé a ciencia cierta y no me quiero arriesgar. Si el monstruo de las pesadillas se entera... podría enfadarse.

Nos tumbamos en el suelo y el abuelo cubre mi camiseta con un pañuelo de papel que saca del bolsillo para evitar que el helado se derrame. Sonrío.

Alargo el brazo y mi dedo índice apunta alto.

—¿Qué ocurre con esa estrella?

—No hay. Hay un hueco.

El abuelo observa con detenimiento el cielo. Y suspira.

—¿Sabes de qué están hechas las estrellas?

Niego con la cabeza.

—¿No te lo han enseñado en el colegio? —se extraña. Y me coloca sobre sus piernas. Le doy un lametón al helado y mancho su pantalón. Me llevo una mano a la boca y, al instante, me cubro la cabeza. El abuelo frunce el ceño y me aparta la mano. No me grita. Rompe un trozo de papel y lo limpia. No hay ni rastro de la mancha. No me grita. No me insulta. Y no me pega. Me sonríe—. Verás... a ver cómo te lo explico para que lo entiendas. Las personas buenas brillan, tú brillas —abro los ojos—. Cuando una persona deja de brillar en la Tierra, lo hace en el cielo. Esa energía no desaparece, se transforma. Ese hueco que hay en el cielo está esperando a una persona que está a punto de dejar de brillar aquí abajo.

—¡Yo también quiero brillar en el cielo!

El abuelo no puede aguantar la risa. Niega con la cabeza.

—Tú no puedes brillar allí arriba, todavía no.

—¿Por qué?

—Porque eso significa no verte más. No comer más helado, ni bañarte en la piscina, ni acariciar los pollitos de la granja, tampoco podrías coger manzanas, ni jugar con tus muñecas, ni dibujar...

—Me llevaré una maleta —digo, convencida.

—No es tan fácil como suena... —el abuelo mira al cielo. Le imito. Me fijo en el espacio entre dos estrellas. Es perfecto. Cabe una más. Creo que lo he entendido. Bajo la cabeza—. ¿Qué te pasa?

—Creo que ya no quiero ser una estrella... me apetece seguir comiendo helado contigo, nadar y bucear siendo yo el pececito y tú el tiburón, acariciar el pelito de los pollitos...

El abuelo suspira, esta vez con profundidad.

Se ha borrado la sonrisa de su rostro. No entiendo por qué. ¿Está triste? Quiero preguntar, pero no lo hago. Sólo le abrazo. Y él me abraza a mí. Y de repente, mi madre da un aplauso delante de mi cara. Enfoco la vista y visualizo la taza de Cola Cao que hay en frente de mí. Hago un barrido con la mirada, no hay ni rastro de... nadie en casa. Estamos solas. Nunca me había quedado a solas con ella en la casa del pueblo, siempre estaba el abuelo.

La noche de ayer fue bonita. Solo quiero que llegue la de hoy, por eso dedico el día a hacer nada. No voy a la piscina. No acaricio pollitos. No cojo manzanas. Tampoco como helado. Cuando la oscuridad baña el pueblo, mientras los demás terminan de cenar en absoluto silencio, salgo a la calle sin pedir permiso. Ignoro los gritos del monstruo de las pesadillas. No pienso en las consecuencias. Corro. Cada vez más deprisa. Hasta llegar al mismo lugar en el que me encontraba ayer. Me tumbo en el suelo. Me detengo a mirar el cielo. Alargo el brazo y extiendo el dedo índice. Señalo lo que ayer, dieciocho de agosto, era un hueco. Hoy, diecinueve, está lleno. Y el abuelo ya no está.

Una perfecta estrella ocupa el espacio. Y me observa. Brilla más que ninguna otra.

Suspiro.

—Te quiero.

Nosotros Nunca [YA EN PREVENTA]Where stories live. Discover now